Era tal el convencimiento que tenía sobre la victoria de Kamala Harris, que tertulias, artículos y txikiteos han sido durante semanas espacios para una jactancia que me avergüenza profundamente. La humillación a la que me he sometido ha estado a punto de ponerme a llamar al director de este periódico y solicitarle que, por lo menos esta semana, hiciéramos lo que en euskera llamamos txanda-pasa. Hay quien ha tratado de aliviarme aseverando que independientemente del pronóstico errado, las reflexiones les han sido útiles; pero, sobre todo, que idéntico patinazo han consumado importantes medios y analistas de todo el mundo, incluso en los Estados Unidos de América. No me sirve: ya se sabe aquello de que el mal de muchos es el consuelo de los tontos.

Se abre un periodo lleno de incertidumbre, en el que veremos hasta qué punto este aspirante a dictador es capaz de llevar a cabo sus espeluznantes amenazas y cumplir sus demagógicas promesas. También veremos cómo organiza la resistencia la parte de la ciudadanía que sigue creyendo en los derechos de las personas, en la libertad. Deben recobrarse cuanto antes y replantearse muchas políticas y estrategias. Las elecciones de 2026 de mitad de legislatura pueden –deben– ser una primera muestra de la reacción.

Mientras todo ello ocurre, nos queda arropar a infinidad de amigos de allá, la mayoría vascos, que se encuentran abatidos. Alarmados por el panorama de sus hijos, de sus nietos, que en algunos casos les está llevando a plantearse decisiones sobre su futuro allá. Desolados también cuando constatan que no pocos de sus amigos y familiares, también vascos, votan con orgullo a un criminal convicto al que sus más cercanos colaboradores de antaño califican como fascista e incluso su vicepresidente electo equiparó con Hitler. Desgarrados, decidieron en su día que era mejor no hablar de política con todos ellos. Es un melón que nunca se ha abierto, pero que tal vez ha llegado el momento de abrir.