Decir a estas alturas que el PSOE es cada vez más el partido sanchista resulta una obviedad de inviable refutación. No deja de ser una cuestión preocupante, porque todo liderazgo que deviene en mesianismo y toda simpatía que desemboca en culto, acaba mal. Es más, termina por arrastrar a la organización que se lo ha jugado todo a la carta del jefe supremo, dejando una resaca de difícil recuperación. En el caso que nos ocupa, además, el prendamiento ha alcanzado a parte de la ciudadanía magnetizada hasta hace bien poco por Pablo Iglesias y/o Yolanda Díaz. Lamentablemente para el presidente español, su hechizo no consigue traspasar las fronteras del bloque que lo sustenta, cuestión necesaria para asegurarse su continuidad. Crecer –si lo hace– solo a costa de los aliados termina por ser un mal negocio.
Ha sido este un verano en el que se ha dedicado uno a charlar de política con amistades que tenía un poco abandonadas. Siendo como son mayoritariamente –algo que no debe extrañar– simpatizantes, votantes e incluso militantes de las dos fuerzas mayoritarias de aquí, debo reconocer la sorpresa que me ha causado observar el alto nivel de embelesamiento que causa aún en muchos de ellos el altanero madrileño, y la infinita transigencia que mantienen hacia sus desmanes, que también los comete. Son para muchos de mis interlocutores peccata minuta redimibles, gracias a su condición de freno numantino frente a la ultraderecha.
Que gentes por lo normal críticas con todo lo que les rodea adquieran en este caso tales dosis de indulgencia resulta inquietante, máxime si se trata de un personaje que ha hecho –está haciendo– carrera gracias a incontables ciabogas digodieguistas, innumerables incumplimientos de acuerdos e inescrupulosas actuaciones. Definitivamente, es hora de que algunos se den cuenta de que el necesario apoyo a un gobierno no pasa por hacer creer al que lo dirige que todo vale. No sea que, al final, la resaca no termine por arrastrar solamente a él y los suyos.