La verdad es que resultó extraño. Un partido como Podemos, que se vanagloria de primarias, que exigió con vehemencia a Sumar que las pusiera en marcha, organizó el sábado en Madrid un acto multitudinario que consistió en que la secretaria general, Ione Belarra, pidiera a Irene Montero que se presentara a sus primarias y la exministra aceptara el encargo. En términos religiosos se le llama ungir, investirla de una dignidad. Es evidente que se trata de la mejor candidata del partido morado y que, de presentarse más personas, ganará las primarias de manera aplastante, pero extraña que no se les ocurriera guardar, cuando menos, las formas.

El domingo fue el turno de EH Bildu en Bilbao. El acto fue, de facto, la puesta de largo del candidato a lehendakari propuesto por su Mesa Política, Pello Otxandiano; otro buen candidato, dicho sea de paso. Cierto es que en la formación liderada por Arnaldo Otegi no existen las primarias para este tipo de elecciones y que, al ser el vizcaíno la opción elegida por la dirección para su ratificación, su presentación en el Euskalduna no canta tanto como la de la víspera en Madrid, pero tengo para mí que no queda bonito. Parece obvio que la propuesta será aprobada por la militancia de manera casi unánime, pero cabe preguntarse si no habría sido más elegante esperar hasta ese momento.

En el fondo nos encontramos ante un problema tan universal como eterno. Diseñan las formaciones políticas –aunque no todas– procesos democráticamente impolutos, e incluso compiten entre ellas –aunque no todas– para ver cuál es la campeona en eso de dar la voz a la afiliación. La realidad es que a duras penas cumplen con las formas, a veces ni eso, y los procedimientos avanzan tal y como las cúpulas tienen previsto. Justo es reconocer que a veces suceden rebeliones y sorpresas protagonizadas por las bases, pero se trata de escasísimas golondrinas que nunca hacen verano. Luego nos preguntamos por qué la militancia participa cada vez menos en estas historias.