La del encaje se está convirtiendo en la cuestión más comentada –amén de manida– en la vida política española. Con eso de que viene el lobo, unos y otros se apresuran a buscar encajes a diestro y siniestro. Por ejemplo, para utilizar todas las lenguas oficiales del Estado en las Cortes o para conceder amnistías en Catalunya. Nos insisten en que todo depende del encaje en el marco actual, que el resto de los candados están cerrados. Pero le embarga a uno la sensación de que en vez de encajar, alguno está maniobrando para encajonar, que es lo que se hace con las reses bravas cuando las trasladan para ser toreadas. Y amansarlas en el camino. Aceptemos cuando menos que día a día decrece nuestra bravura, y el espigado torero, madrileño de Tetuán, le ha cogido el gusto a eso de lidiarnos. Lidiar, sinónimo de burlar.

Aclaremos que siempre hemos apoyado la vía gradualista y posibilista para el logro de mayores cotas de autogobierno. Nada tiene uno que reprochar, por lo tanto, a quienes en Madrid tratan de buscar resquicios, tratan de avanzar para que la ciudadanía vasca vea cumplidas sus aspiraciones. No es esto una desaprobación, sino un desahogo. Un reconocimiento de la desazón que causa tanta quietud y tanto incumplimiento. Tanto propósito de encaje que termina en disloque. Y eso que, por muy contradictorio que parezca, aceptamos ahora el encaje para poder soltar amarras en el futuro.

El gran Txirrita se vio obligado en su día a escribir unos bertsos para tranquilizar a su gente y demostrar que no había muerto (bizi naizela jakin dezaten, jartzera nua bertsuak). Y es que una mala pécora había difundido el rumor de su fallecimiento. No sabe uno si con bertsos como el de Ereñotzu, o con octavillas, tuits, vídeos de TikTok o manifestaciones en la calle, pero tal vez ha llegado el momento de que comencemos a demostrarnos a nosotros mismos que, entre encaje y encaje, nuestros anhelos siguen vivos. Si es que de verdad lo están.