No es extraño que el pelotazale acuda a veces al frontón a presenciar el debut de una joven promesa en vez del partido estelar programado en el festival. No soy experto en la materia y tendré que consultarlo con el amigo Javier en mi próxima visita a Azpeitia, pero juraría que en las plazas de toros sucede algo similar con los novilleros que se disponen a tomar la alternativa. Es con ese espíritu con el que me situé delante de la televisión el martes a ver la estrafalaria moción de censura del Congreso de los Diputados español.

Lo cierto es que lo único políticamente relevante que ha sucedido en Madrid durante los últimos días ha sido el bautizo de Yolanda Díaz como (presunta) líder del espacio que habita a la izquierda del PSOE. Y ello ha sido así porque Pedro Sánchez decidió cederle el tercio de banderillas –seguimos con los símiles taurinos–, en detrimento de otras líderes coaligadas con las que no parece sintonizar tanto. Vista desde fuera, la cuestión resulta chocante, incluso humillante para unos morados que observan atónitos que un dirigente ajeno se ponga a cocinar en su propia casa; pero parece evidente que el presuntuoso presidente español ha decidido que es con la dirigente gallega con la que tiene más posibilidades de seguir gobernando tras las elecciones generales.

A nadie se le oculta que el podemismo vive tiempos de turbulencias y tiene ante sí la imperiosa necesidad de reformularse, cuestión en la que Pablo Iglesias no está ayudando con su extraña actitud. Aquí entre nosotros, además, de sus resultados en las elecciones de mayo pueden depender no pocas alcaldías. Pero pretender por ello ningunear y menospreciar a todo un movimiento político para tratar de sustituirlo resulta tan torpe como suicida. Yolanda Díaz y los suyos deberían fijarse en aquello que advertía Fray Luis de León: lo que en breve sube en alto asiento, suele desfallecer apresurado. Aunque también es verdad que antes debieron hacerlo otros.