Cuando el primer ministro socialista italiano Bettino Craxi comenzó a ser investigado y juzgado por aquella trama de corrupción llamada Tangentopoli, recibió inicialmente el apoyo de muchos líderes políticos mundiales de ideología afín, que consideraban que aquello era un enorme montaje político, mediático y judicial amañado para hundirlo. Sin embargo, la cruda realidad les hizo a todos ellos recoger cable de inmediato y declarar a los cuatro vientos que si alguna vez habían visto al milanés, ya no se acordaban. No deja de ser este un ejemplo más de los problemas que causan las prematuras muestras de solidaridad realizadas de manera impulsiva, sin demasiado conocimiento de causa.

Se conoció el martes la condena por corrupción a Cristina Fernández Kirchner, vicepresidenta ahora de la República Argentina. No parece además que será la primera. Los datos que se conocen acerca de los manejos de su familia y el entorno con las adjudicaciones de obras, las propiedades inmobiliarias, los complejos hoteleros, los extraños enriquecimientos y las decenas de millones de dólares escondidos en peculiares lugares son tan abrumadores que causa asombro que exista quien crea en su inocencia. Es más, muchos de quienes ahora la defienden por puro instinto de supervivencia política abandonaron en su día el kirchnerismo clamando precisamente contra su corrupción.

Resulta esclarecedor cómo destacados líderes de la izquierda latinoamericana comienzan a marcar distancias respecto a la cleptocracia argentina. En Euskadi y en España sin embargo, representantes políticos han enviado ya efusivas muestras de solidaridad, utilizando como argumentos para ello la presunta persecución judicial y la, en su opinión, gran labor realizada por el kirchnerismo durante sus años de gestión. Siempre son encomiables las muestras de camaradería, pero es deseable que se manifiesten tras comprobar que hay agua en la piscina. Con Lula había agua, con Cristina no.