Desde la crisis de 2008 la noción de que un menor control de los estados y/o entidades supraestatales en la economía es el camino para una prosperidad global quedó una vez más en barbecho. Entre otras cuestiones, factores como el poder de la escasez, las externalidades, la información privilegiada de unos pocos actores, la concentración de poder en pocos actores que limitan el acceso a ciertos recursos, el uso de relaciones o información sensible en beneficio propio generando barreras de entrada de diverso tipo, por poner algunos ejemplos, trastocan la idílica visión de las bondades del efecto regulador de la mano invisible preconizada en el clásico La riqueza de las naciones de Adam Smith.
Sin embargo, entre las hordas de agoreros que preconizan que “todo va a peor”, no está de más contrastar algunos datos para ver la cuestión desde una perspectiva histórica, y matizar si efectivamente todo va a la deriva, o depende de los ojos con los que se mire.
Desde que se tienen datos históricos, más del 90% de la población del planeta ha sobrevivido con menos de un dólar al día hasta hace aproximadamente 250 años, fecha que coincide con el comienzo de la revolución industrial de 1750. La población mundial ha crecido de un billón a 7 billones actuales, y a nivel global la esperanza de vida se ha incrementado de 30 a 65 años. Se estima que la mortalidad infantil se redujo a una décima parte de un siglo a otro.
Hace apenas 200 años el 85% de la población mundial vivía en la extrema pobreza (entendida como menos de 1 dólar al día). La renta media per cápita mundial ha aumentado un 1.000% desde 1800. Solamente en China se estima que en 30 años alrededor de 400 millones de personas han salido de la extrema pobreza, y que el ingreso medio de una persona en aquel país ha crecido por 20. Según Naciones Unidas, en los últimos cuarenta años el porcentaje de personas desnutridas en el mundo ha descendido del 26% al 13%. Hace 150 años la esclavitud era una realidad en la mayoría de países del mundo, y hace 100 años las mujeres no tenían derecho a voto en ninguna parte. Hace 75 años el colonialismo era una realidad sustancialmente más descarnada que la actual, hace 50 la segregación racial era reconocida y promulgada oficialmente, y el apartheid fue antes de ayer.
En el ámbito de la educación, de un mundo de analfabetismo casi total hemos pasado en sólo un par de cientos de años a uno en el que el 84% de los adultos sabe leer. ¿Cuál era la situación de nuestras familias hace dos o tres generaciones? El acceso a la educación se ha triplicado. En nuestro país aproximadamente el 60% de los perfiles universitarios son mujeres, y casi el 70% en los masters. Según diversos estudios, más de la mitad de las nuevas empresas son creadas por mujeres. Mientras que las sociedades se han fundamentado sobre valores masculinos, es un hecho imparable que en el futuro el feminismo será una perspectiva que se naturalizará en la sociedad haciéndola más igualitaria.
No hay más que ver cualquier informativo para ver los desastres y problemas que acechan al planeta, pero de ahí a preconizar que todo va a peor, hay un trecho.
Tal y como afirma el científico Steven Pinker, en virtud de los datos se puede afirmar que “la gente a lo largo y ancho del mundo es más rica, goza de mayor salud, es más libre, tiene mayor educación, es más pacífica y goza de mayor igualdad que nunca antes en la historia”.
Establecido el contrapunto a la visión pesimista del contexto actual, de los múltiples factores intervinientes en el devenir de la situación me gustaría centrar el punto en uno: La forma de hacer empresa, y el rol de la misma en cuanto a su aportación a la sociedad.
Los primeros argumentos intelectuales a favor del capitalismo se basaban casi exclusivamente en la teoría de que las personas crean empresas para perseguir únicamente su interés personal. En verdad, la concepción de que el fin de la empresa es y debe ser la maximización de los beneficios ha arraigado tanto en el mundo académico como entre los líderes empresariales. Digo la concepción, porque esa no es ni debe ser la única forma de enfocar la actividad empresarial. Entre otras cuestiones, porque la máxima de que el único objetivo de un negocio es generar beneficios para sus accionistas no es sostenible, habida cuenta de que ha provocado multitud de consecuencias no deseadas y perjudiciales para las personas, la sociedad y el planeta.
A este respecto, la última década ha dado lugar a nuevas corrientes de pensamiento dentro de la lógica imperante. Llamo imperante a la concepción de que, a nivel de organización económica, la decisión de qué y cómo producir desde una planificación centralizada es mucho peor que dar a los consumidores la libertad de decidir el producto/servicio que desean, y dar a los/as ofertantes libertad para configurar actividades económicas que satisfagan y/o creen necesidades de y en la población.
Entre estas corrientes destacaría las denominadas como capitalismo consciente, capitalismo natural, economía del bien común, el enfoque de triple cuenta de resultados, capitalismo de valor compartido o capitalismo creativo.
Sin entrar en las distinciones de cada enfoque, destacar algunos titulares: la tesis de estos enfoques consiste en que el capitalismo tradicional es insostenible y engañoso porque no tiene en cuenta algunos de sus insumos más críticos: los recursos naturales, los sistemas vivos y el capital humano. Niegan la mayor argumentando que obtener resultados empresariales a corto a través de explotar y/o dañar a terceras partes no tiene por qué ser el eje en el que se sustenta el desarrollo de una empresa. La empresa no tiene por qué beneficiar solo a sus dueños y accionistas, también pueden participar las personas trabajadoras y distintos agentes en los que una empresa impacta e interactúa. Un concepto de empresa en la que, mejorando el bienestar económico, social y medioambiental de las comunidades en las que opera, resulta recompensada con buenos números en su cuenta de resultados. Alguien dirá que esto es idealista, al que le responderé que depende de la organización de la que formamos parte o a la que le compramos productos y servicios. Por tanto, también de cada uno de nosotros/as.
Al final, la empresa es un mecanismo del que nos valemos las personas que, como muchos otros, puede ser orientado a generar beneficios para los distintos agentes con los que interactúa, o para beneficiar a alguno explotando, destruyendo o haciendo daño a terceros. Todo parece indicar que el capitalismo necesita tanto una nueva narrativa como una nueva base ética.
Como escribe el pionero de la teoría de las partes interesadas, Ed Freeman, “los negocios no consisten en ganar tanto dinero como sea posible. Se trata de crear valor para las partes interesadas”. ¿Cuándo confundimos la ambición y el sentido del propósito por la avaricia? l
Mondragon Unibertsitatea. Investigación y transferencia