Queda ya menos de una semana para meter otra vez la cabeza en la osera. Una semana para que a las 7 sean las 6 y para que el sol –si lo hubiere– deje de iluminar nuestras incipientes calvicies una hora antes, por no sé muy bien ya qué tema de ahorro energético mundial. Lejos quedan aquellos años en los que se debatía si cada país de Europa iba a tener que elegir para siempre un horario, si el de invierno o el de verano, y parece que los dos cambios anuales son el panorama a corto plazo, con este estacazo en toda la línea de flotación moral en octubre y el subidón de marzo. Porque, además, con la hostia de la semana que viene hace días ya que se viene notando el pelete. El pelete en sí mismo no es una cosa mala. Especialmente para quien no paga la factura del gas. La factura del gas –y más si te acuerdas de Felipe González– es como un sobre sorpresa pero en plan desagradable. La de diciembre aún se puede aguantar, pero las de febrero y abril son desoladoras. ¿Recuerdan cuando a raíz de lo de Ucrania nos recomendaron vivamente en 2023 funcionar con uno o dos grados menos para que el encarecimiento de la energía no nos pasara por encima? Aquello al parecer ya se superó, Putin nos hizo más duros y resilientes. Ahora no te recomiendan nada apenas, pero los que pagamos facturas ya nos sabemos los trucos. Yo, por ejemplo, cada año me peleo con el día en el que con lágrimas en los ojos enciendo la calefacción. Este año ya llevo días ahí ahí, pero resistiré, camaradas. Ni un paso atrás, aunque, eso sí, no me pienso jugar la salud por mis principios. Mis principios pasan por no echar aún más pasta en las arcas de las grandes energéticas, pero, claro, el confort me gusta como a todo el mundo, así que no sé cuánto duraré sin darle al on. El termostato me mira con la certeza de quien sabe que un día lo giraré y así unos seis meses. La osera y la nevera.
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