No recuerdo en 30 años un Giro más aburrido que el que terminó hace una semana. Lógicamente, la responsabilidad no es de Pogacar, que arrasó en la maglia rosa y se llevó seis etapas y varias clasificaciones más, sino de una participación muy floja de cara a la general y, sobre todo, de muy poca lucha entre los corredores que optaban al podio. Cuando hay un corredor tan tan superior al resto, con un equipo, el UAE –el de más presupuesto del pelotón–, que hace y deshace a su antojo, es cierto que el margen de maniobra para los demás es prácticamente nulo, pero es que ni siquiera entre ellos hubo ataques de entidad en las etapas de montaña, conformando un cuadro final de muy baja emoción, que también es de lo que se trata en las grandes vueltas. En muchas ocasiones, hay mucha calidad, pero poca emoción. En esta, la calidad la ha puesto Pogacar y el resto de espadas, tres o cuatro peldaños por debajo suyo, bastante han hecho con llegar la mayoría de los días juntos y tratando de salvaguardar las posiciones ganadas en las cronos. A mí, personalmente, asistir a exhibiciones de gente como Pogacar a 50 o 60 de meta, ya sea en grandes vueltas o clásicas, me produce un doble sentimiento. Por una parte, de admiración, claro, porque ves a algo lo más parecido a Hinault, alguien capaz de ganar pruebas de un día y grandes con una superioridad demencial, pero por otro lado me deja un sentimiento de falta de emoción e incluso de falta de ganas de seguir viendo los kilómetros finales. Si ya está el pescado vendido a 30 de meta, para qué más. En todo caso, estamos ante dos corredores, él y Vingegaard, que se pueden codear con los grandes de la historia en cuanto a nivel en grandes vueltas. La pena es que los demás les miran bastante de lejos y eso limita mucho la emoción si no coinciden ambos. ¿Será en el Tour? Ojalá. Y con, esperemos, mejores prestaciones de los segundos espadas.