Karlos Linazasoro nos acaba de regalar una perla –otra–, llamada Düsseldorfeko txibatoa. El tolosarra da la voz a Karl, un alemán jubilado que reside en el sur de España y se dedica obsesivamente a fotografiar, documentar y denunciar todas y cada una de las actuaciones ciudadanas que él considera punibles. Es tal el celo que pone en ello, que las gentes se hartan de él y comienzan a amenazarlo. Tras la publicación de un reportaje acerca del mesiánico personaje, el alcalde lo cita y le pide que baje el pistón, ya que con sus ¡30.000! denuncias, con picos de más de 200 diarias, ha roto la armonía existente en el lugar. Se trata de una narración que arranca carcajadas, pero también nos pone a pensar. La ironía, el humor negro, el realismo sucio y la crónica social despiadada se mezclan es sus páginas de manera brillante.
Entre las variadas y estrambóticas delaciones del personaje, no aparece en el libro una por la que yo me reconocí aquí chivato hace siete años. Repasemos: llegaba de la resaca del fallecimiento de nuestra madre por la cruel ELA. Recordaba la cantidad de veces en las que no pudimos aparcar en las plazas destinadas a personas como ella, porque infinidad de sinvergüenzas dejaban sus coches allá, principalmente parientes de personas que en ese momento estaban en casa o de vacaciones a centenares de kilómetros. Cansado de sermonear, decidí recurrir al teléfono de los municipales; decidí ser un chivato.
De aquella columna surgió cierta polémica en Euskadi Irratia. Hubo quien, en casos como el mío, aplaudió mi chivateo. Otros, no. Parecida discusión ha surgido ahora con la decisión de un socio del Valencia que ha denunciado a un compañero de grada por sus reiterados insultos racistas cada vez a acude a Mestalla. Apoyo la causa, pero debemos reconocer que la delación de ciertas actitudes nos parece bien o mal, no en función del hecho en sí como conducta cívica, sino en función de nuestra afinidad con el imbécil de turno, sea este el chivato o sea el delatado.