Hace poco estuve en un pueblo en Francia, Conques, que destaca por ser un pueblito medieval encantador y por tener unos personajes entre los pliegues de un arco medieval que se suelen denominar los “curiosos”. Porque ahí se asoman mirando la actualidad con perplejidad. Y eso me pasa a mí a veces. Los tópicos son ideas, temas o motivos recurrentes que se expresan en diferentes obras o discursos, a través de distintas épocas y culturas. Los tópicos suelen reflejar aspectos de la condición humana como esa necesidad tan propia de que nos marquen el ritmo anual. A tal época del año, tal tópico. Casi, casi podríamos identificar el mes del año por el tópico en circulación en cada momento. Muchos de los tópicos tienen que ver con cosas ideadas para ocupar espacio en medios de comunicación. Otros son más arraigados en la sociedad.

Tras el verano, lo habitual es pasar a un periodo de tópicos insulsos, algunos interesados, otros no. Algunos asoman más la cabeza unos años más que otros. Por ejemplo, este año apenas he oído hablar del llamado “síndrome postvacacional”, antaño mucho más omnipresente. Este año no tocaba tanto. Acaso tenga que ver con una actualidad internacional, nacional y local más preocupante de lo habitual.

Otro tópico de esta época es el de la cosecha de determinados artículos agrícolas. Aquí el tópico reside en que año tras año las noticias son siempre buenas. En ocasiones es porque la cosecha ha sido excepcionalmente cuantiosa. Otros años destacan por cosechas más bien parcas, pero eso sí, la escasa cantidad siempre se compensa con que el producto es de excepcional calidad. Fíjense en los últimos años. No falla. Es un valor seguro.

Un tópico publicitario que ha bajado mucho en su cotización es el surgimiento publicitario de colecciones de fascículos de todo tipo, condición y temática. Su cuasi desaparición me produce por un lado alivio –la verdad es que soy manifiestamente alérgico a los tópicos–, pero por otro lado cierta inquietud, porque en este caso en concreto probablemente sea un síntoma más del ocaso de la lectura en general. Eso sí, ahí siguen fascículos acompañados de colecciones de relojes, plumas estilográficas u otros artículos de mayor o menor utilidad real, al igual que la venta de fascículos acompañados de piezas de algún artefacto. Si se tiene constancia y aguante, al cabo de varios meses se dispone de todas las piezas para montar, con mayor o menor acierto, ese artefacto. Su utilidad suele ser, en el mejor de los casos, meramente decorativa.

Pero ya hemos pasado el equinoccio de otoño y vamos enfilando la recta hacia lo que posiblemente sea el tópico más potente de cada año, que no es otro que las siempre felices fiestas de final de año, coincidentes con el solsticio de invierno. Que nadie me malinterprete. Para nada me meto con las fiestas en sí, y aprovecho para manifestar mi pleno respeto a las convicciones y/o tradiciones religiosas o no religiosas de los demás o incluso de los que, como yo, elegimos no profesar ninguna tradición de ningún tipo relacionada con esas fechas.

Pero no me nieguen que ya nos empiezan a inundar con los anuncios de colonias, turrones y vinos espumosos y burbujeantes varios, sin los cuales se nos inculca que tales celebraciones no son tales. Es como sí la observancia de determinadas fechas tiene obligación de pasar por el peaje de un consumo exorbitado. “Comamos, bebamos y seamos felices, porque mañana moriremos” es una exhortación a vivir la vida al máximo por corta, aunque su significado es objeto de debate. La frase aparece en diversas formas en la Biblia, concretamente en Isaías 22:13, Eclesiastés 8:15 y 1 Corintios 15:32, a menudo en contextos de hedonismo imprudente o como advertencia contra el mismo. El dicho también aparece en la literatura, como en la primera parte de la obra de teatro Enrique IV, de Shakespeare, y a veces se utiliza como una llamada a disfrutar del momento presente o para justificar un estilo de vida despreocupado y hedonista. En el contexto moderno del tópico es todo un llamamiento a participar en la orgía consumista que se nos publicita.

Quienes me conocen se sorprenderán –o no– con la siguiente promesa. Me comprometo a participar como el que más en estas festividades bombardeadas por la publicidad que nos anima a gastar lo que no tenemos en un consumo sin sentido cuando se cumpla una única condición. Esa condición es que nuestra capacidad de distinguir entre hechos y ficción y entre lo verdadero y falso vuelva a estar intacta, ya que estamos en tiempos en los que las falsedades y la posverdad abundan e influyen como nunca antes.

Si no restablecemos esa capacidad, seríamos catalogados por Hannah Arendt como sujetos ideales para un régimen totalitario. Creo que en estos lares nadie desea vivir en un régimen de esas características, salvo quienes no puedan o sepan hacer tal distinción, que son personas a las que básicamente no va destinado este artículo.

También creo que es necesario que esas falsedades no nos cieguen ante matanzas en masa ni ante la necesidad de que de esta situación salgamos con un sistema internacional de justicia reforzado de forma que ningún genocida, criminal de guerra o perpetrador de crímenes contra la humanidad se vea beneficiado por la impunidad, sea del color político, de la nacionalidad o de la religión que sea.

Si esto no se cumple, iros despidiendo incluso del tópico del exacerbado consumismo en las fiestas de fin de año. El que avisa no es traidor.