Hace frío fuera, decido encender la chimenea que nos regalaron nuestros hijos y me pongo frente al ordenador a pensar qué cuento. Empachado de política se me va la cabeza hacia mi propia alma y empiezan a pasar por las meninges imágenes de mi vida poco a poco hacia atrás, hasta lo más lejos que puedan evocar.

Cuando se me acaban las estampas que retengo o invento, pienso en mis primeros meses en este mundo de los que nada me acuerdo y llego al bautizo, mi primer acto social a los pocos días de nacer. Es obvio que no sé cómo transcurrió pero tengo alguna idea por quienes asistieron y a lo largo de mi vida algo me contaron, y tras pensar en el tema, siento nostalgia al darme cuenta de que no están mis aitas, ni mi abuela, ni mis padrinos, ni el cura ni ninguno de mis tíos y tías. Salvo yo, no queda nadie que hubiera asistido a aquella ceremonia. A partir de ahí, mi vida se ha movido como la de todos, entre trabajar, vaguear, aprender, enseñar, subir, bajar, ayudar, ser ayudado, odiar, que me odien, querer, ser querido, engañar y que me engañen.

Y me adentro en la desesperanza de saberme en primera línea de fuego con balas silbando por todas partes, algunas rozándome. Estaba en ello cuando me avisan de que ha fallecido el aita de una buena amiga y decido profundizar en mi estado de ánimo acercándome al tanatorio a darle un abrazo. Al llegar me encontré un pequeño laberinto de calles y aparcamientos hasta llegar a uno de ellos que señalaba “Aparcamiento para clientes del tanatorio”. Paralizado, me pregunté: ¿quién puede aparcar aquí, quién es cliente de un tanatorio?

Tras darle vueltas, me arriesgué a aparcar en ese misterioso espacio para así poder disfrutar de la experiencia de ser cliente del tanatorio y salir tranquilamente por mi propio pie. Termino pensando que, en resumen, mi vida empezó sin saber de política en un bautizo en el que estuve sin saber que estaba y todo terminará harto de la política en un tanatorio en el que estaré sin saber que habré estado.