Julio de 1794, cae Robespierre. Tras el terror jacobino llega la reacción termidoriana. Los señoritos de la “juventud dorada”, matones fascistas avant la lettre, se ensañan con los sans-culottes. Los revolucionarios de la montaña, agotado su impulso inicial –qué difícil es construir la utopía en la tierra–, acaban consumidos en sus contradicciones internas. Llega el Directorio, el golpe del 18 Brumario en 1799 y el consulado bonapartista, antesala del imperio.

Seguramente el Trump cesarista de hoy considera que su misión –en este caso bíblica, no laica–, es salvar la república americana. Pero no nos detendremos aquí en su narcisismo, sino en el espíritu del tiempo que ha hecho posible su vuelta triunfal.

¿Cuál es el “terror” que ha precedido a esta reacción termidoriana? Alguien podrá pensar que aquellos tumultuosos años que siguieron a la crisis de 2008, cuando las trompetas del apocalipsis sonaban hasta en el Financial Times, aterrorizaron a “los mercados” de modo tal que diseñaron una contraofensiva ideológica para derrotar a las fuerzas empeñadas en reverdecer la vía democrática al socialismo.

Pero aquellos jóvenes indignados pronto se toparon con la naturaleza rocosa del Capital y, haciendo virtud de la impotencia, derivaron su esfuerzo a la guerra cultural. Incapaces de tumbar los fundamentos socioeconómicos del sistema a corto, se lanzaron a una batalla gramsciana a largo: “socavemos sus bases culturales, que la lógica de acumulación/expropiación caerá luego por su propio peso”. Ese era el objetivo de las reivindicaciones articuladas en el despertar “woke”: autodeterminación de género, antirracismo, decolonialismo, lucha contra la crisis climática…

El Capital reaccionó con alborozo en primera instancia. Los protestatarios no se ocupan ya de las nefastas consecuencias sociales del salto en la acumulación capitalista que exige la actual revolución tecnológica. Así, el primer movimiento sistémico fue abrazar esa agenda multicultural, presuntamente inocua, incluso aprovechable para el mercado. Todavía no habían leído a Gramsci. No fueron conscientes de que las mejores lecturas de esa agenda estaban socavando las precondiciones de un funcionamiento sistémico regular: el patriarcado, el racismo, el neocolonialismo o la explotación exponencial de los recursos naturales… El reconocimiento de los derechos y libertades tiene efectos expansivos, y si las reivindicaciones culturales y materiales superan la lógica diferencial articulándose sin vanguardismos pueden llegar a subvertir el estatus quo.

Así que las fuerzas sistémicas descubrieron a Gramsci y se lanzaron a la guerra cultural aprovechando a su favor las resistencias que la agenda de los nuevos derechos estaba generando en los sectores sociales desclasados. Por eso, alguien podrá pensar que el Terror que precede al Termidor de hoy es el de esos sectores sociales apegados a unos “buenos viejos tiempos” que nunca fueron como se recuerdan. Los tiempos de la perfecta comunión nacional, la homogeneidad racial y cultural, la mujer con la pata quebrada, o los migrantes sumisos. Y el olor del napalm por las mañanas.

Sin embargo, el terror que nos conduce al actual Termidor no es el de las “turbas anticapitalistas” de 2008, tampoco el derivado de la ofensiva cultural de las neo-izquierdas. No solo. El verdadero terror es más profundo, es casi lovecraftiano: Ctulhu es tan innombrable como 习近平. (Xi Jinping). Es el terror al adversario inescrutable. Es la conciencia del fin del imperio occidental liderado por la nación americana, ungida por Dios. Meloni, LePen, AfD, Vox… Son meros epifenómenos que interpretan en clave nacional ese pavor y alimentan los temores “culturales” y materiales de las masas cuya legitimación política formal todavía necesitan.

La hegemonía occidental peligra. Una hegemonía que combinaba expolio y dominación del mundo con la atribuida misión histórica de difundir las luces de la Ilustración por todo el orbe terráqueo. Ahora la cuestión es más pedestre: ¿quién va a gobernar el salto civilizatorio? ¿BRICS o WASP?

Trump no es un trampantojo. Lo que vemos es lo que es: “si no puedes someter al enemigo con tus armas, adopta las suyas”. Si tu hegemonía no puede basarse ya en la tramposa combinación de dominación y derechos humanos universales, lo que sobra es lo segundo. Para escapar de un ocaso seguramente inevitable, Occidente abraza hoy el modelo oriental y retoma las recetas del viejo imperialismo, fulminando los límites trabajosamente levantados por la izquierda europea en la primera mitad del siglo XX. Volvemos al XIX, aunque la guerra del opio de hoy –la de la IA y las redes sociales–, la puede ganar un dragón muy despierto.

Por eso, en cierto modo, el líder del Occidente termidoriano se mira en el espejo de Oriente: mercadeará con ventaja, expoliará materias primas ajenas, reforzará su propio tejido socioeconómico, disciplinará autoritariamente su sociedad, homogeneizará la identidad nacional, protegerá militarmente sus intereses particulares garantizando su espacio vital… y, al parecer, no se embarcará en proyectos ideológicos universalistas. Como China: Cura te ipsum.

¿Cuál es el rol de Europa o de Euskal Herria en esta tesitura? ¿”in Trump we trust”? Existe un soberanismo alternativo al que propone la reacción termidoriana. Si el espíritu del tiempo neo-imperial prescinde de una de las dimensiones de la Ilustración –la emancipadora–, a lo mejor toca tomar esa bandera. Una “autonomía estratégica” que exige diversificar alianzas y buscar la interdependencia es la base de nuestra “autonomía ética”. Y aunque para defender ese oasis de dignidad –que no de ingenuidad–, no es una opción reeditar la praxis terrorífica de 1793, el lema jacobino de entonces sigue plenamente vigente: “Liberté, Égalité, Fraternité”.