La última víctima de violencia machista del Estado, al menos en el momento de escribir estas líneas, se llamaba Lina y tenía 48 años. A Lina la mató su exmarido delante de sus cuatro hijos este domingo en la localidad malagueña de Benalmádena. El homicida intentó después dar fuego a la casa. Ya existían denuncias previas por violencia de género contra el agresor. De hecho, apenas hacía unos pocos días que una jueza había dictado una sentencia por la que se denegaba a Lina la protección que había pedido, por considerar que su caso revestía únicamente un “riesgo medio”. Las medidas solicitadas incluían una orden de alejamiento contra la persona que acabó quitándole la vida a esta mujer, que, por decisión de la magistrada, nunca llegó a cursarse. He buscado el nombre de la autora de la sentencia en las ediciones digitales de medios diferentes, sin resultado. Desconozco cuál es la razón por la que, en estos casos en los que la Justicia se cubre de penosa gloria, el nombre del perpetrador o perpetradora se hurta a la opinión pública. Quizás por la misma razón por la que el hecho no constituirá un borrón en la carrera de la anónima jueza, que continuará hasta mejores destinos. A diferencia de lo que le ocurre a la inmensa mayoría del resto de ciudadanas y ciudadanos, la gente de la toga, al menos en el Reino de España, nunca paga por sus cagadas involuntarias –entre las que, supongo, estará esta de Benalmádena–, y casi nunca cuando sus actuaciones son voluntariamente contrarias al espíritu de las leyes. Es verdad que las hemerotecas están llenas de crímenes machistas cometidos por personas sobre las que pesaba orden de alejamiento, pero eso solo debe valer para que la Justicia afine más sus instrumentos de protección de las víctimas. Esa Justicia que ahora ha fallado tan estrepitosamente a Lina, como antes lo ha hecho con tantas otras.