Desde antes que recuerde pertenezco a una cuadrilla de amigos que siempre, casi siempre, se ha mantenido unida. Es verdad que algunos han pasado más allá de la trinchera de la vida, pero si cabe, eso ha reforzado nuestra unión, nos ha hecho mirar de frente lo que nos espera y reconocernos más que nunca.

He dicho casi siempre porque recuerdo que hace años se puso especialmente caliente una de esas normales discusiones de cuadrilla sobre no sé qué tema, lo que tampoco era extraño. Lo sorprendente ocurrió después, cuando dos de nosotros continuaron el debate enfadándose de tal modo que cada uno salió cabreado hacia su casa sin siquiera despedirse, mientras el resto seguimos tomando potes olvidados de la bronca. Probablemente debido a que los dos discutidores rumiaron en soledad lo ocurrido, lo magnificaron y decidieron no ceder, solo salía con el grupo quien primero llegaba, yéndose el contrincante con otros o volviéndose a casa. Aunque ya nadie recordaba el origen de la bronca, la cosa se volvió incómoda y empezamos a debatir si tenía razón fulano o mengano y comenzaron a aflorar las querencias de cada cual hacia uno u otro. Así hasta un día en que, tras tomar unos vinos, alguien clamó que no había derecho a que una pugna entre dos de nosotros, que como ya he dicho nadie se acordaba de qué iba, pudiera romper la cuadrilla, y propuso un plan para meterlos discretamente a solas en la trasera de un bar y exigirles que no volvieran a salir a disfrutar con nosotros hasta que no vinieran agarrados del hombro. Tras la puerta escuchamos algún grito y momentos de amistosa conversación, y así siguieron un rato hasta que nos alejamos. Pensando que algunos apoyaban a uno y otros a su contrario, alguien preguntó qué pasaría si no se amigaban, a lo que uno señaló que igual daba, que los que allí estábamos seguiríamos reconociéndonos como siempre y otro dijo: todos a tomar un vermú largo, y si no se ponen de acuerdo, que les den, empezó a sacar el dedo corazón, y ahí le paramos.