Habiendo acordado los autores de este artículo emprender una reflexión compartida sobre los discursos de odio, se nos hacía un verdadero desafío llegar a algún acuerdo, pues procedemos de universos políticos muy distintos. Así y todo, el desafío resulta, por eso mismo, más estimulante y sugestivo. Este es el producto de una reflexión en la que no era nada fácil, en principio, llegar a algún acuerdo. Vaya por delante un reparo más intelectual que moral: el delito de odio ya está tipificado en nuestro Derecho (y deben ser jueces y abogados los que desentrañen su sentido) pero no es necesario ser un gran jurista para apreciar algunos inconvenientes en su formulación.
Y no es nuestra intención sentar cátedra mediante grandes disquisiciones jurídicas, sino señalar cómo la legislación también comete errores (o al menos dificulta activar las soluciones) y aportar, al mismo tiempo, alguna reflexión ética o moral sobre un asunto tan complejo. La regulación penal de la expresión del odio menciona en su articulado tres veces (de forma literal o muy cercana) “promover o incitar al odio” y dos veces, también, “lesionar la dignidad”.
Difícilmente se podrá encontrar personas más contrarias a perseguir esos objetivos que los que aquí escribimos. Pero hay que reconocer que existen graves inconvenientes en esa regulación: nuestro Derecho no alude tanto a hechos objetivos como a intenciones o, mejor aún, a intenciones ocultas en hechos objetivos. A partir de ese momento, todo son arenas movedizas. ¿Qué tipo de crítica promueve o incita al odio y qué tipo de crítica no lo hace? Aún más delicado es concretar el segundo espacio: ¿qué tipo de crítica lesiona la dignidad y qué tipo de crítica no lo hace? Estos finísimos deslindes comprometen la libertad de expresión.
Una buena solución la aporta el Derecho Internacional. Por ejemplo, la Convención contra el Genocidio y el Estatuto de Roma (por el que se creó el Tribunal Penal Internacional) afirman que se puede penalizar la incitación al genocidio y otras gravísimas violaciones del Derecho Internacional. El artículo 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece “la obligación de prohibir” por ley toda propaganda a favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia. El artículo 19-3º de dicho pacto establece que el discurso de odio “puede” ser restringido para proteger los derechos o la reputación de los demás o para proteger la seguridad nacional, el orden público, la salud pública o la moral.
Según el Derecho Internacional, toda otra expresión, por grosera o inmoral que nos parezca, debe ser amparada por la libertad de expresión. Lo cual no quiere decir que no se pueda combatir, pero deberá hacerse, precisamente, ejerciendo la libertad de expresión en contra de tales prácticas.
Hay una frase que, en nuestra opinión, sí puede ofrecer alguna orientación: en una democracia, no es obligatorio ser demócrata. Una democracia, por definición, no exige la adscripción a unos valores. Lo que sí exige, de forma radical, es la aceptación de una metodología. Podemos y debemos cambiar las cosas que no nos gustan. Lo que ni podemos ni debemos es hacerlo a través de la violencia. En las democracias hay vías establecidas para el cambio legal, para la transformación social, también para la rebeldía y la protesta. En la democracia, incluso, el antidemócrata puede vivir y alzar la voz… siempre que no cometa delitos. Ni siquiera a un fascista (por citar el ejemplo más clásico, aunque habría muchos otros) se le puede exigir que deje de serlo. Lo que sí se debe exigir es que no practique acciones fascistas, porque se va a encontrar con la policía, los jueces y la ley.
Sin embargo, la legislación española ha preferido ir en otra dirección. Se han activado disposiciones sobre los distintos tipos de “incitación al odio” que no distinguen suficientemente entre la gravedad de la expresión y su impacto, por lo que no determinan adecuadamente sanciones proporcionadas que cumplan las normas internacionales de derechos humanos.
El Derecho Internacional ha establecido el discurso de odio como instrumento de protección de colectivos vulnerables, como pueden ser, por ejemplo, minorías discriminadas. La vulnerabilidad también cambia con el tiempo, al igual que las formas en que se expresa el odio. Si bien, en nuestro entorno, hemos progresado de forma que hoy en día sería impensable la publicidad de un producto comercial en la que se incite a la violencia contra un colectivo vulnerable, hay determinadas formas de odio que siguen aflorando, de forma explícita o implícita, a través de otros soportes. No son tan lejanos los tiempos en los que tales anuncios aparecían en prensa, incluso indicando que se podía agredir a mujeres.
La legislación española contempla formas de discurso de odio ideadas para proteger de ofensas e insultos a una amplia gama de instituciones estatales y funcionarios públicos. Las instituciones estatales no son ninguna parte débil o discriminada en un conflicto con la ciudadanía. Para defenderse, además, dispone de otros artículos del Código Penal, como los relativos a difamación o la calumnia. Pero, claro, los requisitos probatorios son otros en tales delitos.
En resumen, la legislación contra el odio es mejorable en muchos aspectos, pero es posible que una de las mejoras pase por algo en lo que ambos autores de este artículo estamos de acuerdo: llamar a las cosas por su nombre. No es necesario hacer malabarismos. Sería todo un avance que las definiciones de determinadas conductas se atengan más a las del diccionario.