Hace tiempo decidí dejar de resistirme a la inteligencia artificial (IA) y sucumbir a sus encantos. No imaginéis que me he quitado 30 años de mi cabeza y que me siento generación Z. El motivo es mucho más sencillo que un cambio generacional o de mentalidad. Se trata simplemente de optimizar mi tiempo. En mi caso, he descubierto que ChatGPT o Claude pueden leer mucho más rápido, asimilar más información y hacer unos gráficos mucho mejor que yo. Hasta anteayer, mi mundo digital respondía a dos premisas: desconexión de redes sociales y conexión a la IA, combinación aparentemente perfecta para mí, pero de muy corto recorrido, ya que se trata de un mundo en constante transformación, y el lunes volvió a cambiar el tablero con la presentación de DeepSeek, la alternativa china a ChatGPT. Es cierto que el gigante chino en algún momento entraría en el juego de la IA, pero era imprevisible que liderara todas las listas de descargas y que además fuera de código abierto y gratuita. El código abierto supone que cualquiera puede desarrollarlo, modificarlo o adaptarlo a lo que necesite, y de forma gratuita. En resumen, una bomba para la hegemonía norteamericana que ha generado desplome bursátil de empresas relacionadas con este sector, teniendo afectación hasta el mercado europeo.
Supongo que no es casualidad, pero la presentación de DeepSeek se ha realizado al mismo tiempo que Donald Trump presentaba su proyecto Stargate, consistente en invertir nada menos que 500.000 millones de dólares en IA.
Sin embargo, no me gustaría que se infiera de mis palabras que todo lo que rodea a la IA es magnífico y que está al nivel del descubrimiento del fuego, nada más dejos de mi percepción. Soy consciente de los riesgos del uso de la tecnología para la manipulación de la información, o la existencia de la censura en el caso de DeepSeek y por supuesto de la imperiosa necesidad de una regulación armonizada de la IA a nivel mundial, pero todo ello no impide que asuma que es una realidad y que ha venido para quedarse.