Existe una expresión popularmente conocida, “Matar al mensajero”, que resulta gráfica y bastante aplicable a la actualidad sociopolítica, ante la evolución negativa que la aceptación del sistema democrático está experimentando entre parte de la población, así como de sus posibles consecuencias. Y hemos de tener consciencia de ello, tanto por sus manifestaciones, explícitas o implícitas, como por la gravedad que para el futuro de la convivencia global supone.

Según determinados expertos sobre la globalización, a los que he podido escuchar a algunos y leer a otros, son varias las razones identificadas como probables causantes de esa desafección de la población hacia el sistema democrático liberal. Un sistema que, conviene indicar, se fundamenta en varios pilares que le dotan de consistencia y solidez. Entre ellos, son destacables la exigible transparencia en los funcionamientos públicos, la libertad de acción privada, limitada por el respeto al otro, así como la eficacia entendida como la capacidad de tomar decisiones de manera parlamentaria en pro de la resolución positiva de conflictos de intereses y situaciones que requieran esa toma de decisiones.

Entre transparencia y eficacia es conveniente precisar que, si optamos por más transparencia, más democracia directa, más “votemos por todo”, vamos a un sistema asambleario. No imagino un eficaz apagón de un incendio, indicando todos los miembros de una población qué es lo que hay que hacer, votando en cada momento. Sería un funeral colectivo masivo. Si optamos por más eficacia, más tecnocracia, en el límite está la dictadura.

Como último pilar citaré el necesario respeto a las minorías a través de mecanismos de decisión consensuados con ellas y las mayorías reforzadas para cambiar las reglas democráticas de convivencia.

Pues bien, volviendo a los elementos incitadores del desapego citado y de la hipotética decadencia de la democracia, cabe referirse a una disminución percibida –que no necesariamente real– de las expectativas económicas positivas, y a la menguante importancia de la intermediación ante el auge de las relaciones y propuestas directas que las redes sociales facilitan, al menos teóricamente, así como de la sensación de que “no se me hace caso” real y cercano, sensación que experimentamos bastante asiduidad.

Y si esa decadencia de la intermediación la vislumbramos como mutación del papel de los partidos políticos y de los agentes intermediarios, públicos y privados, y de los medios de comunicación, aderezado todo ello por una aceleración excesiva del tiempo en el que suceden las cosas, sus consecuencias y la percepción de las mismas, ahí tenemos alimento suficiente para el desapego democrático, al menos, al menos, de manera teórica.

Desde otra perspectiva, podemos asegurar que vivimos una crisis severa de las ideologías, desde el punto de vista de la ciudadanía.

En definitiva, todo ello impulsa una falta de confianza en el sistema, inducida por la corrupción real, la existencia de desigualdad ante la Ley, la ruptura del respeto a la separación de poderes del Estado de Derecho y, finalmente, la perversa utilización de las llamadas redes sociales virtuales.

Ahora bien, esas crisis o fallas del sistema son utilizadas a través de “mensajeros”, tal es el caso de las mentiras, las influencias ajenas sobre asuntos que afectan a otros –las elecciones últimas de Rumanía son un ejemplo perfecto–, y, por último, los contundentes menosprecios realizados por quienes se sienten fuertes y protegidos por poderes opacos no democráticos, hacia aquellas personas, ideologías e instituciones no alineadas con quien ejecuta esos desaires.

Y con esto llegamos al corolario de este comentario expresado en forma de pregunta que deberíamos responder entre todos: ¿Quién está detrás de la utilización de los “mensajeros” y sus nefastos mensajes y efectos?

Una respuesta cabal y contundente a la pregunta se percibe como necesaria, dado que, aunque nuestro sistema democrático liberal sin ser perfecto, sigue siendo el mejor que se conoce, y algún peligro se ciñe sobre él.

Economista