Estamos en tiempo de debate para la aprobación de los presupuestos anuales de los distintos organismos públicos. Pedimos a la Administración que garantice a todos los ciudadanos el disfrute de unos bienes y servicios (educación, sanidad, seguridad…) que, en nuestra sociedad, se consideran indispensables para el bienestar que exige una vida digna. Así como la atención a las crisis provocadas por la naturaleza (como en el reciente episodio de la dana en la zona levantina). A cambio, aceptamos pagar unos impuestos que cubran el coste de esos servicios. Su organización es lo que denominamos Hacienda Pública, que abarca tanto la cuestión de los ingresos (principalmente los impuestos) como del gasto público.
En función del tipo de sociedad que deseemos el gasto público variará y, en la misma medida, deberán hacerlo los impuestos, tanto en su cantidad como en la fuente de su percepción. Ambas cuestiones se deciden en los respectivos Parlamentos, como cámaras de representación de la voluntad popular.
Como el tema es bastante amplio para el tamaño del artículo, le dedicaremos dos: el actual, al gasto público y otro próximo a la cuestión de los impuestos.
1. La ideología respecto a lo público
En la sociedad moderna y desde una visión personalista, el Estado debe colaborar a la consecución del bien común de todos los ciudadanos. Para ello, se reformula el contrato social: el Estado garantiza derechos y libertades, y cada ciudadano contribuye, según su capacidad, al mantenimiento de ese orden social. Lo que se traduce en la creación de servicios públicos de uso por toda la sociedad, sufragados principalmente por la aportación de cada miembro. Así como se establecen democráticamente unos mecanismos para garantizar la acción política, también se hace en el mundo de lo económico. La Administración Pública (AP) se responsabiliza de la configuración y mantenimiento de un marco institucional, con unas reglas de juego, a las que deben atenerse todos los agentes en su actividad económica.
Frente a una visión individualista, es necesario decir que no hay democracia auténtica si no tiene como base una economía que posibilite una buena convivencia, reduciendo las graves desigualdades sociales. Además, en nuestras sociedades avanzadas económicamente, el Sector Público –más amplio que la AP– ha de participar activamente en la vida económica, con el fin de paliar los “fallos del mercado”, de manera que todos podamos disponer de los medios básicos que posibiliten una vida digna; redistribuyendo la riqueza, para que las desigualdades excesivas no pongan en peligro la convivencia y la democracia; produciendo aquellos bienes y servicios que no son realizados por la iniciativa privada… Lo cual significa que debe actuar como agente económico (comprador y productor) y diseñar diversas políticas económicas (renta, fiscal, monetaria…).
Lo cual exige aumentar la demanda de bienes colectivos, como índice de civilización humanista. Su desarrollo práctico puede realizarse desde la iniciativa social (sabiendo que gobernar es distinto a gestionar).
2. Lo que debe ser el gasto público.
No es fácil determinar, en cada situación, cuáles son los principios a mantener para así responder adecuadamente a la mejora integral de toda la población, especialmente de quienes se encuentran socialmente peor.
En primer lugar, hay que reconocer que vivimos unos tiempos en los que la perspectiva individualista, con el reclamo del ejercicio de los propios derechos sin interferencia alguna, predomina en la vida colectiva, de manera que el bien común lo entienden como la suma de los bienes que desea cada sujeto, sin poner en duda estructuras o formas de acción que posibilitan la explotación humana o el mantenimiento de grandes desigualdades. Desde ahí, su crítica a la dimensión que adquiere la Administración Pública (de media en la UE significa el 42% del PIB), siendo el primer empleador tanto de funcionarios como de personal contratado.
En nuestra realidad, nos basamos en un modelo social que combina la iniciativa privada con la pública, siguiendo la complementariedad de los principios de solidaridad y subsidiariedad. Más en concreto, al sector público se le han asignado tres funciones básicas, necesarias para que funcione mejor la democracia: satisfacer necesidades públicas (infraestructuras, educación, sanidad seguridad…); ayudar a equilibrar la actividad económica, asumiendo la realidad de la crisis, de manera que se crezca armónicamente; en tercer lugar, redistribuir la renta, asegurando unos ingresos mínimos y reduciendo desigualdades.
El Sector Público no debe fagocitar la iniciativa privada, sino complementarla al servicio de todos y no, como tantas veces ocurre, “socializando las pérdidas y privatizando los beneficios”.
En todos es necesario un cambio de conciencia, para no estar supeditados a los intereses materiales más inmediatos, que no humanizan, porque se viven los bienes de manera absoluta e individualista.