La experiencia de la lectura, el estudio, la reflexión… enseña el peso de las palabras. Las palabras no están hechas de aire, no son simples sonidos –flatus vocis–, sino que tienen consistencia propia: mueven la vida de las personas, dejan signos, encienden entusiasmos y recuerdos, abren corazones, arman manos, forman frases, liberan, encadenan, disgustan, empujan a odiar o amar, abren o cierran mundos. Pero cuando las palabras toman la forma de insulto o desprecio siempre tienden a parecerse a balas o palos.

Lo saben bien los niños que han sufrido ofensas y humillaciones por parte de sus padres o profesores y que llevan sobre sí el ardor indeleble de esas palabras. Pero incluso en la vida política las palabras pueden convertirse en balas o palos. Sucede cuando, impulsados por la furia ciega de la ideología, toman el camino del insulto y el desprecio. Si la ley de la palabra obliga a la humanidad a renunciar a la violencia –la democracia es un sistema político que se atreve a elegir como fundamento la ley de la palabra aunque sea un fundamento siempre sin garantía–, el insulto al enemigo interrumpe la posibilidad de la acción y del conflicto político trasladando la divergencia de ideas al nivel del juicio moral, si no ontológico, como ocurre, de manera emblemática, en las diversas formas que puede adoptar la violencia racista: ¡Negro! ¡Maricón! ¡Judío!...

Lo mismo ocurre cuando alabas a Hamás o invocas a tu Dios para justificar la ocupación de territorios que no son tuyos. Y lo mismo ocurrió siempre cuando se enciende el odio de cualquiera con la esperanza de golpear el corazón de un Estado cuando, en realidad, sólo golpeaban a seres humanos, quitándoles brutalmente sus afectos y sus vidas. Pero retratar al oponente político como moralmente indigno, calificar a cualquiera que tenga una opinión diferente a la propia como un ser inmundo o una persona infame, así como demostrar una profunda alergia al duelo del pensamiento único que toda democracia requiere como condición básica. ¿Realmente no tengo responsabilidad ante el riesgo de provocar giros violentos hacia la acción? ¿Son realmente las opiniones flatus vocis?

Cuando el insulto prevalece sobre la dialéctica política, se ofende la ley de la palabra y con ella el fundamento mismo de la democracia. Entonces el juicio político se desvía inexorablemente hacia el moral y ontológico. El tema está históricamente anticuado: ¿aquellos que elogiaban la lucha armada, cegando a una multitud de seres humanos, se limitan a expresar opiniones simples? En mi opinión, la cuestión no es propiamente legal sino que afecta más profundamente a la madurez democrática de un país y, si se quiere, al debate intelectual que debería representarlo. Si las palabras no son sólo aire es porque siempre tienen consecuencias, es decir, no caen más o menos directamente en la nada sino que generan la realidad.

La madurez de un ser humano nunca se alcanza por la edad, sino por su esfuerzo por asumir las consecuencias de sus propias palabras. Sucede en la lucha política como en una declaración de amor, en un acuerdo comercial como en cualquier discurso público: las palabras tienen peso, es decir, tienen consecuencias en la realidad.

Pero también es, como era de esperar, el destino políticamente inexorable de todos los chatarreros que no han sabido ni saben hacer una autocrítica seria: la tumba que se prepara para su enemigo, cubierta sistemáticamente con barro de insulto y desprecio, acaba aceptando el propio cadáver sin escapatoria.

La política de demonización moral del adversario siempre deja sin aliento, como lo demuestran las recientes elecciones estadounidenses y, en otro orden de magnitud, el triste y fatal declive de la política de altura y de horizonte. Quienes usan palabras como balas y palos sin darse cuenta de que de esta manera están rompiendo los cimientos más profundos de la vida democrática son el verdadero caldo de cultivo políticamente transversal de todo tipo de fascismo. Por eso nunca he perdido el tiempo escribiendo contra alguien o algo, sino sólo para alguien o algo. El destino último de la palabra nunca es la muerte sino la vida.

Misionero claretiano