El amor y el odio son emociones. El cálculo, la gestión y la administración están en el campo de la racionalidad. El amor y el odio, como buenas emociones que son, pueden calentarse hasta quemar, mientras que la racionalidad es, por naturaleza, fría y calculadora. El ser humano es un ser que destaca sobre los demás en la naturaleza porque –al menos presuntamente- controla, más que otros animales, las dosis de emoción y racionalidad con las que se enfrenta al reto de sobrevivir en este planeta. La historia tiene momentos en los que el odio ha primado sobre la racionalidad, y otros en los que lo racional ha primado sobre la emoción. En los peores casos, regir el odio aplicando racionalidad –para aumentarlo– nos ha llevado a desastres y guerras. En otros momentos, generalmente después de tales cataclismos, guerras y desastres, se ha impuesto la racionalidad. Ahí están la Sociedad de Naciones primero y la ONU después. Y se ha intentado propulsar el odio aplicando racionalidad con métodos industriales de gestión y ello nos ha llevado a presenciar lo peor del ser humano. Desde el genocidio en las guerras de la Vendée durante la Revolución Francesa, pasando por el Holocausto, hasta ver hoy cómo se masacran civiles no combatientes en Gaza. Te opones a lo que pasa en Gaza y Netanyahu patéticamente te califica como antisemita.
Trump ha entendido que sus votantes estaban en un momento en el que las emociones estaban a flor de piel y ha sabido aprovecharlo al máximo. Otros intentan aprovechar emociones para justificar lo injustificable ante un desastre natural. Nada nuevo, desgraciadamente.
Puede que la forma más eficaz de enfrentarnos al odio fríamente conducido sea invertir la receta: gestionar fríamente, pero con sentimientos. Y puede que la combinación perfecta de sentimientos y racionalidad se llame empatía. Cuando se conseguido aplicar a la dolorosa situación de conculcaciones de derechos humanos aquí, lo cierto es que ha funcionado muy bien.