A estas alturas parece todo dicho, aunque a las víctimas se les ha dedicado mucho menos tiempo y comprensión que al victimario. Evidentemente la cultura de la violación, el patriarcado, la misoginia, siguen con demasiada impunidad y amparo por parte de una sociedad que no acaba de ver un problema en algo que sufren mujeres (y por extensión otras personas no adscritas al régimen de masculinidad tóxica). Esta nueva oleada del #metoo (aquél #cuéntalo de Cristina Fallarás que ha sido en nuestro país otra vez la voz pública de la denuncia anónima) ahora en la política española sigue mostrando no sólo que hay hombres que ejercen ese poder para someter a sus deseos a mujeres, también hace patente que hay una omertá que lo ampara, exculpa o esconde. Peor aún, hoy en día todo hombre, toda persona que se exprese con la masculinidad que se le supone al género, se sabe en cierto modo impune porque estas cosas de hombres siempre han sido así y si uno por ignorancia, mala educación, problemas psicosociales, adicciones o cualquiera de esos factores operantes que se exhiben como atenuante, si uno ejerce violencia contra una o varias mujeres, contará como un caso aislado. Siempre podrá pedir perdón y ser exonerado por sus iguales.
El problema es que no es algo aislado, nunca lo fue. Si todas las mujeres de mi entorno reconocen haber vivido (incluso recientemente) situaciones de acoso no es la excepción sino la regla. Apestamos, señores. Hace casi 10 años, en aquella campaña tan necesaria que lanzó Acción Contra la Trata, tuve el honor de ponerme bajo el lema “me tacho de macho” porque el cambio social que hace falta necesita de actitudes radicales. Exijamos una sociedad que se tache así urgentemente, donde el privilegio no se suponga desde la más tierna infancia. Lo necesitamos.