Cualquiera que siga mínimamente el mundo de la política habrá podido constatar los grandes cambios que ésta ha experimentado en la última década. Líderes de nuevo cuño y estilo como Milei, Bolsonaro o Trump no hubieran llegado unos años atrás a ser presidentes de países con notable peso en la política mundial. Hoy, gracias a las nuevas tecnologías aupadas en las redes sociales, los caminos al poder se han hecho transitables para cualquier charlatán. La democracia liberal, una construcción basada en la separación de poderes y que posibilita la toma de decisiones más o menos objetivas parece estar en horas bajas. Hasta Alvise, el líder estrambótico de esa organización llamada Se Acabó la Fiesta se atreve a cuestionarla. Ahora, según parece, la fiesta se le ha acabado a él por culpa de unos dineros.
Cuando hace pocos días escuché al expresidente Donald Trump en su debate con Kamala Harris denunciar que los inmigrantes estaban comiendo los animales domésticos de sus vecinos, me entraron dudas sobre el equilibrio mental de este personaje que aspira a ser otra vez presidente del país más poderoso del globo. De nuevo la realidad supera a la ficción. Lo peor de todo esto es que ya nos hemos acostumbrados a estas “figuras” que van en aumento. Nos parecen parte de nuestro desquiciado paisaje político internacional. Es como la analogía de la rana que nos dice que cuando se introduce el batracio en una olla caliente saltará inmediatamente, pero que si lo hacemos poco a poco, no notará el cambio y se acabará muriendo. Corremos el peligro de salir escaldados.
La ira, la rabia sin límites, es un filón político que los líderes populistas utilizan como lubricante con gran maestría. La mentira, la exageración, el insulto personal forman parte de ese itinerario a recorrer para conseguir el poder. Lo vemos también por aquí. El estilo zafio del líder de Vox es una coreografía calcada de otros actores políticos más lejanos. Una vez que la ira se ha desatado, se hace posible construir cualquier tipo de operación política. Lo hizo Dominic Cummings, uno de los más brillantes y vitriólicos políticos del equipo de Boris Johnson. “Descubre por qué la gente está enfurecida, diles que es por culpa de Europa, vota y haz que se vote Brexit”. Culminó su obra maestra. Ahora, son muchos los que quieren volver.
Dicen que los jóvenes son, en bastantes casos, la piedra angular de este edificio. Son los nativos digitales y como tal, los expertos en redes sociales. En Brasil, los responsables de comunicación del ultra Bolsonaro eludieron el contenido político de Facebook comprando miles de números telefónicos para bombardear a los usuarios de Whatsapp con mensajes y noticias falsas. Lo culminaron con enorme éxito. Un capitán del ejército sin más galones que los que le correspondía a su modesto rango se hizo con la presidencia del país. Antes, los bulos y las mentiras creadas por su gabinete de comunicación y la aquiescencia de algunos jueces habían encarcelado a sus rivales políticos.
Lo realmente fundamental es la naturaleza del contenido en la que se basa la propaganda populista. La indignación, el temor, el insulto, el prejuicio o la polémica sexista generan más atención que los debates soporíferos de la vieja política. Vamos a darle un poco de emoción, dicen algunos. En Alemania, el contenido incendiario de los mensajes del partido AfD, Alternative für Deutschland. ha permitido al partido de extrema derecha imponerse en la red. Según la investigación de la agencia News Whip, cada publicación en Facebook de la AfD produce cinco veces más interacciones que una publicación del CDU (Unión Demócrata Cristiana), uno de los partidos históricos del país. El lenguaje de la AfD está trufado de insultos y tienen un toque vulgar. Ellos lo presentan como una guerra para la transformación de la palabra liberada de los códigos opresivos de la élite.
Pero no nos confundamos. Detrás de esta ira pública hay causas reales. Los votantes castigan en diversas partes del mundo a las fuerzas políticas tradicionales y recurren a políticos y organizaciones cada vez más extremos. Se sienten amenazados por una sociedad cada vez más multiétnica y penalizados por un proceso de globalización que las élites les han impuesto en estas dos últimas décadas. Es normal pues, señala el escritor americano, Jonathan Franzen, “que todo el mundo, cada uno por su cuenta, haya acabado sospechando de las élites”. Pero es más que probable que las redes sociales, e Internet hayan tenido mucho que ver con ello. La verdad ya no es la que nos cuentan las élites, la verdad está en nuestro propio bolsillo en un pequeño aparato que representa ni más ni menos que la nueva sabiduría absoluta. Acuérdense ahora de la Biblia de Lutero y su traducción a las lenguas vernáculas. Sin ápice de exageración diremos que cambió la historia.
Podemos reírnos cuanto queramos de las extravagancias de personajes como Milei, Salvini, Trump u otros muchos, pero corremos el peligro de que se nos congele la sonrisa. Si por adoptar criterios de superioridad moral no conocemos o somos incapaces de analizar los nuevos caminos de la política tendremos populismos para rato. Al fin y al cabo la promesa central de la revolución populista es humillar a los poderosos. Y no me digan que no es atractiva.
Perodista