A pesar de que estemos sintiendo esas noches frías que solían preceder al otoño, cuando uno echa una mirada global al verano de 2024 saltan todas las alertas: nunca antes se había registrado uno tan cálido. Nuestro país no se ha puesto de lado en este récord y ya es innegable que estamos más de grado y medio por encima de la temperatura promedio de nuestro planeta antes de la revolución industrial. El exceso de energía que están recibiendo los océanos, los continentes y la atmósfera, que es una forma de medir el cambio climático, equivale a detonar doce bombas de Hiroshima cada segundo. No nos puede extrañar, por lo tanto, que las consecuencias de esta situación no solamente calienten el clima, sino que también propicien fenómenos extremos cuya frecuencia aumenta.

Y sin embargo, de alguna manera, cuantas más pruebas tenemos de lo que estamos provocando, más miramos a otro lado, nos olvidamos o pretendemos que todo puede seguir igual. Es más, en las redes sociales el argumentario de odio contra la libertad ha incorporado el negacionismo climático violento y ahora ser meteorólogo comienza a ser una profesión de riesgo. Ya saben que los humanos tenemos cierta tendencia a matar al mensajero, así que prefiero ser propositivo y solicitar que comencemos a exigir cambios radicales. Por ejemplo, eliminar en nuestros núcleos de población el combustible fósil cuanto antes, reconvertir un urbanismo que ha primado el vehículo privado y los espacios duros bien hormigonados pero sin arbolado a todo lo contrario: paseos que se puedan andar o recorrer en bicicleta sin la amenaza de la contaminación y el atropello; reconocer el papel del transporte público y, sobre todo, llenar el espacio urbano de árboles cuya sombra nos ayudarán a sobrellevar lo que nos vendrá el verano que viene.