En su magnífica obra La herencia de Eva, la neurocientífica sevillana Carmen Estrada, experta asimismo en el mundo clásico griego, abordó un concepto relativo a los tiempos presentes que llegó a cautivarme y a estimular mi deseo de indagación: el concepto de “hombre inmediato”, con sus características inherentes de pragmatismo y utilitarismo. No es suyo el copyright sino de Rafael Argullol, ensayista, poeta y filósofo catalán, colaborador de la renovadora e iconoclasta compañía de teatro La Fura dels Baus.
Si Carmen Estrada recoge la idea de este pensador de que el pasado siglo está marcado por la imagen de “un gigante cojo, con una pierna, la científico-técnica musculosa y la otra, la espiritual, cada vez más atrofiada”, el propio Argullol, realizando un símil bíblico, considera que en la sociedad actual se adora al “becerro de oro” de la inmediatez, una inmediatez supuestamente forjadora de certezas y seguridades humanas. Para el ensayista, que fue militante del PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya) durante el franquismo, se trata de una adoración ligada al sistema capitalista, con su componente innato de crecimiento infinito, “cada vez más y mejor” y, por ende, de consumo infinito (la fuerza del “click”), pero solamente mientras el tecnocapitalismo sea capaz de garantizar lo instantáneo. Argullol utiliza el término “dioses” como sinónimo de valores para expresar que, en la tiranía de la actualidad, en la que anteayer ya resulta prehistoria, “hemos mandado al exilio, al silencio, están en el fondo del mar, otros dioses”.
Personalmente, considero que el concepto de “hombre inmediato”, que comparto en un sentido negativo, va unido al concepto de individualismo egoísta entendido como querencia desmedida por el propio interés, sin tener en cuenta al elemento comunitario. Una visión del discurrir de la vida centrada en la obtención exclusiva del bienestar material personal, sin prestar siquiera atención al “bienestar social” o sumatorio de beneficios particulares. Y una visión que, por supuesto, no contempla ni de lejos, las características correspondeintes al concepto superior de “bien común” que apela a la conciencia comunitaria y al ejercicio no sólo de derechos sino de responsabilidades en la construcción, organización y funcionamiento de una sociedad. El “hombre inmediato” es antagonista de la visión maritaniana (Jacques Maritain) de que “la persona demanda la vida en sociedad en virtud de su perfección misma de persona”.
No resulta fácil para un entramado político-institucional aquejado de numerosos problemas cuya resolución ha de considerar múltiples factores, lidiar con un contexto social en el que la apelación al “qué hay de lo mío” adquiere naturaleza de máxima prioridad en todo momento y lugar con independencia de su importancia objetiva. En sociedades occidentales como la vasca, con altos niveles de desarrollo económico-social y un alto nivel de satisfacción en cuanto a calidad de vida, adquieren cada vez mayor protagonismo determinados sectores sociales para quienes los derechos subjetivos, sin importar su gradación, deben ser aplicados “aquí y ahora” porque, y aquí enlazamos con el recurso fácil de la demagogia, “para otras cosas ya hay dinero”. Son grupos humanos que han perdido la conciencia de que los derechos –que también han de ir acompañados de obligaciones– se conquistan tras duras batallas plagadas de compromiso, persuasión y convencimiento.
En el caso vasco, dichos grupos humanos son azuzados por organizaciones políticas de tinte cada vez más populista y envueltas en banderas de falsa progresía cuya estrategia pasa por instrumentalizar a los referidos sectores con el objetivo inmediato de obtener el poder. Para ello, no dudan en sumar al cóctel pseudoargumental del “lo quiero para ya” un nuevo ingrediente a modo de complementario “becerro de oro”: lo público.
Lo público, y, por ende, absolutamente gratuito, en todos y cada uno de los niveles de política institucional. Público y universal, por tanto, sin reparar, desde una óptica de proporcionalidad y justa distribución de recursos, en los niveles de ingresos personales o familiares; público, sin medir posibles agravios comparativos; público, sin preocupación por las limitaciones presupuestarias; público sin contraprestaciones colaborativas, público sin tener en cuenta la tradición histórica de nuestro pueblo en materia de emprendimiento y público porque, sin ningún análisis riguroso que lo sustente, “es lo mejor” y a ello me da derecho “el pago de mis impuestos” (que, por otra parte, nunca quiero que suban).
Estos grupos humanos del “hombre inmediato”, también incorporan desde el componente más egoísta del utilitarismo, “sólo acepto aquello que ni siquiera me genere el más mínimo malestar a mí”, componente éste que ignora sino desprecia la posibilidad de obtención de mayores beneficios colectivos, el concepto del “no en mi casa”, para rechazar de plano que en las proximidades del domicilio se construyan cárceles modernas que aúnen seguridad y derechos humanos, plantas incineradoras de valorización energética que sustituyan a los contaminantes depósitos de residuos o aerogeneradores de energía eólica que contribuirán a la descarbonización del planeta.
Frente a todo ello, quizá sea necesario profundizar desde la acción político-institucional en la pedagogía de lo “no posible”. Una línea pedagógica apoyada en una gran estrategia de comunicación que desarrolle y difunda términos como el del tiempo histórico, el gradualismo, la mirada en perspectiva, la solidaridad como elemento de cohesión social, la cogestión público-social, el necesario sentido colaborativo, la responsabilidad comunitaria, los límites presupuestarios, la optimización de recursos, la escala de prioridades o la importancia de la frase “sólo se valora lo que se paga”. Hagámoslo, nunca es demasiado tarde. Doctor en Historia Contemporánea