En la política internacional de la Alianza Atlántica es inevitable la impresión de que su actitud es casi una abdicación de sus ambiciones de otrora y algo que empieza por el líder norteamericano, su elemento más poderoso y decisivo.
Tampoco hay grandes señales de alarma al otro lado del Atlántico, especialmente en la Europa Occidental, donde se sigue hablando del “mundo libre” sin que se demuestre la voluntad de poner en el asador la carne necesaria para mantener abierto el banquete de bienestar y libertad de que la OTAN ha gozado desde hace más de medio siglo.
Hasta hace algunos años había lamentos en Estados Unidos porque Europa no contribuía a los presupuestos militares a los niveles acordados y que la carga económica para mantener la superioridad de la OTAN en armamentos y preparación bélica recaía excesivamente en los presupuestos de Washington.
La última vez que oímos este lamento fue durante la presidencia de Donald Trump, quien ahora todavía sigue criticando a los aliados europeos por no contribuir de manera suficiente a la defensa, no ya solo común, sino de sus propios territorios.
Con el actual presidente Joe Biden parece haberse desvanecido la preocupación por la seguridad internacional: el presupuesto militar por la Casa Blanca es de poco más de 850.000 millones de dólares, una cifra casi idéntica a los 842.000 millones del año anterior, lo que en la práctica es un retroceso pues el incremento está por debajo del índice de inflación. En la práctica, representa incluso un descenso frente a los gastos militares reales: en 2021, esos gastos superaron el presupuesto fijado en 715.000 millones para alcanzar los 801.
Un aumento de casi tan solo 50.000 millones en cuatro años equivale al 1.5% anual, un porcentaje muy inferior a la inflación: en términos reales se ha encogido y lo ha hecho en momentos de una inestabilidad internacional creciente e indicaciones de que países con escasas simpatías por el mundo occidental le van perdiendo el miedo a Washington y a lo que parecía todopoderosa Alianza Atlántica: Irán, Rusia o China parecen creer que no hay voluntad de mantener un enfrentamiento si conlleva sacrificios y en Europa no hay disposición a sacrificios.
Lo demuestran en su agresividad contra aliados o amigos de Estados Unidos, como Israel o Ucrania. Es cierto que los enemigos de Israel, como el grupo islamista Hamás, no tienen acceso a armamentos de tanta calidad como los que suministra Estados Unidos, pero las imágenes de estudiantes y centros universitarios norteamericanos criticando a Jerusalén les dan estímulos para continuar su lucha.
Otro tanto con Rusia: sus armamentos son inferiores a los que fabrican los países de la OTAN, pero el volumen que pone en los campos de batalla compensa esta inferioridad… igual que las vastas extensiones de su territorio anularon a lo largo de la historia la superioridad militar de invasores como las tropas napoleónicas o hitlerianas.
Algunos analistas norteamericanos lamentan la complacencia europea y urgen a los aliados transatlánticos que no confíen demasiado en el apoyo de Washington: desde que el actual presidente llegó al poder, Estados Unidos tuvo una retirada ignominiosa de Afganistán, condiciona la ayuda militar a su principal aliado en el Oriente Próximo y entrega a Ucrania armas a cuentagotas.
Hay quienes creen que un cambio en la Casa Blanca después de las próximas elecciones puede provocar un giro en la política de defensa, pero las tendencias aislacionistas entre los conservadores norteamericanos pueden tener consecuencias semejantes a la política de repliegue seguida por Joe Biden.
Hoy en día, los norteamericanos ponen toda su confianza en su superioridad económica y tecnológica.
Por motivos diferentes, los dos partidos políticos podrían coincidir en abrir las compuertas a los enemigos del país y de sus aliados: el riesgo parece distante, pero en un mundo encogido por las telecomunicaciones, con la aceleración histórica de la tecnología, no hay garantías ante las amenazas a los fundamentos de su sistema y al mayor bienestar jamás registrado en la Historia.