Entre el 6 y el 14 de julio todos los años ocurren en Pamplona peleas, altercados, suciedad, intoxicaciones alcohólicas y alimentarias, accidentes, hurtos, estafas, agresiones sexuales de diferentes intensidades y espectáculos poco edificantes que llegan a ofender la vista y el espíritu, todo en un número muy superior al habitual durante el año. Esa parte desagradable y/o rechazable de los Sanfermines no nos hace, sin embargo, renegar de esos nueve días de julio, ni nos hace perder de vista lo esencial de esas fechas que no es otra cosa que la alegría, hasta llevada al desvarío, la fiesta en estado puro que cada cual vive a su manera. Incluso no participando en ella. Pues con la Korrika, igual. A mí tampoco me parece que una carrera en pro del euskera sea el lugar apropiado para exhibir carteles en favor de los presos de ETA, unas personas en posesión de todos sus derechos pero cuyas acciones y trayectoria siguen provocando un radical rechazo mayoritario en nuestra sociedad. Dejado esto bien sentado, es también momento de preguntarse cuántos son esos cárteles, cuántos sus exhibidores y cuánto el tiempo total en que éstos han sido exhibidos en una carrera que lleva celebrándose ininterrumpidamente desde hace seis jornadas, noche y día, y en la que están participando decenas de miles de personas, el 99,9999% de las cuales ni llevan carteles de presos ni intención de llevarlos, porque lo único que une a todas ellas es el apoyo a la causa del euskera. En la Korrika, la anécdota son los carteles y el núcleo, el meollo, el impulso a la lengua. Eso es lo que hace moverse a esta multitud de corredores, no otra cosa. UPN y PP lo saben perfectamente, pero se empeñan en convertir en categoría lo que no es más que pura anécdota, sólo y únicamente porque les revienta el evidente éxito de esta carrera y de todo lo que simboliza.