Hace ahora veinte años el día se despertó un poco gris en la costa vasca. Había previsiones de que mejorase más tarde. Me había levantado un poco antes de las siete de la mañana. Y aunque estábamos en los últimos retazos de la campaña de elecciones generales, el día se antojaba anodino. Declaraciones de los candidatos, algún acto electoral y poco más, salvo una discreta vigilancia de los cuerpos y fuerzas de seguridad. Lo previsible.

Era el segundo mandato de Aznar y las encuestas daban un tercer mandato para su relevo en el Partido Popular, Mariano Rajoy. El Aznar de su primera legislatura que había arrebatado el gobierno a los socialistas en dura pugna en 1996 había cambiado. El pactista había desaparecido y su anterior política de centroderecha se escoraba más hacia una derecha en la que Rajoy y más tarde Rodrigo Rato ocuparon la vicepresidencia. El primero estaba llamado a ocupar la presidencia del país. Nadie conocía sus méritos, pero había sido designado por el gran jefe.

Trabajaba yo en aquellos días como corresponsal freelance en Euskadi para la agencia estadounidense Associated Press. En ocasiones también hacía colaboraciones de radio para la BBC y la RTE irlandesa. Euskadi interesaba limitadamente a no ser que hubieran atentados de ETA.

Aquella mañana encendí la radio por rutina como hacía habitualmente. En el informativo de las ocho de la mañana se anunciaba la explosión de un tren en Madrid. Había fallecidos. No se sabían las causas. Las alertas de mi teléfono móvil no paraban de sonar. A medida que avanzaba la mañana los informativos daban cuenta de otras explosiones en los trenes de cercanías. El número de muertos y heridos se multiplicaba. Nada se sabía de los autores de la devastadora carnicería.

Antes de las diez de la mañana ya había hecho un buen número de entrevistas a través del teléfono para diferentes medios de comunicación. El interés era máximo. Llamó Ed, mi jefe, desde Madrid, donde Associated Press tenía la oficina. Viajaría inmediatamente al País Vasco, me anunció. Me comentó que los dos firmaríamos los artículos fechados localmente. Previsiblemente, se despacharían inmediatamente a medios como el New York Times, The New Yorker y el Washington Post entre otros. Rechacé, con bastante atrevimiento por mi parte, su propuesta. Le comenté que el foco de la noticia estaba en Madrid y no en Euskadi. Se quedó un tanto sorprendido. Yo me dirigí ese mismo mediodía en un vuelo a Madrid. Nuestros aviones se debieron cruzar en algún punto de la península. Yo tenía la casi seguridad de que ETA no había sido la autora del atentado. Ed, pensaba que sí.

Para entonces y aunque el lehendakari Ibarretxe, desbordado por las informaciones, había ofrecido una rueda de prensa y condenado el atentado de ETA, la autoría dejaba muchas incógnitas. Se abría un gran frente. Si ETA era la autora, el Gobierno del PP arrasaría en las elecciones. Si, como se empezaba a rumorear, los autores eran los islamistas en venganza por la participación militar española en Irak, el PSOE ganaría presumiblemente. Madrid era un alarido de sirenas en medio de un silencio atronador. En cualquier calle te cruzabas con gente de ojos enrojecidos. Los trenes en las estaciones parecían animales eviscerados de donde salía todavía un humo débil. Las vías estaban repletas de objetos comunes como zapatos, mochilas y ropas empapadas en sangre que nadie se atrevía a tocar por respeto a muertos y heridos.

Empezamos con las entrevistas a los heridos. Los hospitales no daban abasto para atender. Los casos eran desgarradores, pero recuerdo con claridad el caso de Jamila, una joven madre soltera marroquí que trabajaba barriendo las calles de Madrid. Su única hija, Sanae, la niña de sus ojos de 13 años fue reventada por una de las bombas. La mujer lloraba desconsoladamente. Algunos ciudadanos la recriminaban por vestir el hiyab. Recuerdo también el testimonio de un religioso navarro que había perdido un brazo. El hombretón consolaba a los demás heridos y decía que él había logrado uno de sus objetivos, perder un poco de peso. La carga emocional era muy alta, pero a veces se podía disfrazar con humor.

La calle también se movía. Colectivos de ciudadanos y ciudadanas querían saber quiénes eran los autores de la matanza y se manifestaban para exigir una respuesta. El Gobierno apoyado por los medios afines sostenía lo que ya no era plausible en virtud de las muchas pruebas encontradas. ETA era de nuevo la tabla de salvación del PP. La desfachatez de los Pedro Jota, García-Abadillo y Jiménez Losantos mantenía su autoría contra viento y marea. El ABC por su parte con José Antonio Zarzalejos a la cabeza, reaccionó con ética profesional y no siguió el paso de los primeros.

Fueron horas intensas. A tan solo 24 horas de las elecciones el pulso entre Gobierno y oposición se endureció. Finalmente y contra pronóstico venció el Partido Socialista de José Luis Rodríguez Zapatero. Fue una sorpresa que Aznar nunca digirió bien. En comparecencia parlamentaria tachó el resultado como “un vuelco electoral sospechoso”. Más tarde vino Trump con la misma lectura y con resultados todavía más dramáticos. Las vidas de 193 personas quedaron sesgadas. Sus familias rotas. De los casi dos mil heridos algunos quedaron con secuelas de por vida. Nosotros, los ciudadanos, fuimos olvidando poco a poco. Y a día de hoy muchos de aquellos que se comportaron con una vileza extraordinaria nos quieren dar lecciones. Vivir para ver. Periodista