Este invierno de noticias trágicas, nacionales e internacionales, se marcha poco a poco dejándonos un sabor amargo, un regusto parecido al de las resacas. Todo el asunto de la trama de corrupción de las mascarillas, el ya famoso caso Koldo, todavía por aclarar política y judicialmente, nos llega en los albores de la primavera como un último espasmo de la pandemia, como la última náusea de algo que nos sentó mal, que nos costó mucho digerir, pero que ya creíamos metabolizado.

Mientras la investigación avanza, mientras va ampliándose la esfera de implicados y perfilándose el ámbito de responsabilidades, mientras toda la tramoya va dándose a conocer en los medios, nosotros regresamos sin querer, a través de la memoria involuntaria de Proust, a los días del covid-19, a los peores momentos del confinamiento. Oímos lo que se cuenta sobre los tejemanejes de Koldo, de su mujer y de su hermano; de Cueto, de Ábalos, de Pombo y de Víctor de Aldama, sobre los pelotazos de unos y las mordidas de otros, sobre las presiones de unos y las chapuzas de otros, sobre los encuentros en marisquerías y la compra de inmuebles, sobre la elaboración acelerada de testamentos y el registro de pisos a nombre de bebés, leemos la transcripción en los periódicos de todas sus conversaciones cutres, de sus mensajes sincopados, balbuceantes y nerviosos, y volvemos a notar la náusea en el estómago.

A ratos, incluso, sentimos la tentación de reírnos de todo esto, porque, no en vano, nos recuerda a películas como Rufufú, de Mario Monicelli, a Small time crooks, de Woody Allen, o a aquellas aventuras de los payasos de la tele que terminaban con los gritos del señor Chinarro y las carreras alrededor de la mesa del salón. Sí, soltaríamos alguna carcajada parecida a las de entonces imaginando a Koldo y a sus compinches, viéndoles ansiosos por asegurar el botín como ladronzuelos de poca monta, si no fuera porque al segundo siguiente recordamos de dónde viene el asunto, con qué tiene que ver, con qué pasado reciente y doloroso está relacionado. Así que, en lugar de la risa, lo que nos sale es un gran interrogante, lo que nos brota es una gran perplejidad, nos preguntamos dónde quedaron los aplausos de las ocho, los homenajes, los actos de solidaridad, los comunicados del gobierno a la ciudadanía, en qué momento todo eso degeneró en todo esto, cómo hemos podido permitir que un relato tan emocionante, una historia tan conmovedora, acabe en un epílogo tan miserable.

Hace años, a propósito de un episodio de corrupción institucional parecido al de ahora, Juan Marsé dijo en una entrevista que lo peor, lo más triste, era constatar lo tontos, lo vulgares y lo ineptos que son casi siempre quienes nos roban. El escritor catalán expresaba la rabia que sentía al comprobar ese hecho, hasta qué punto el engaño duele más cuando se confirma que el pillo es un estúpido.

Si aún viviera, si todavía estuviera entre nosotros en este inicio de 2024, el creador del Pijoaparte habría visto ratificada su convicción. Habría observado y escuchado a Koldo y a su camarilla, las andanzas de este pelotón de mamarrachos, y se habría echado a llorar con una mezcla de impotencia y tristeza. Y es que, más allá de la gravedad de lo cometido por ellos, por encima de lo escandaloso que resulta que el propio entorno de los gobernantes haya incurrido en estos comportamientos fraudulentos en el contexto de la pandemia, aflora nuestro estupor ante el ínfimo nivel de estos individuos. Parafraseando a Willa Cather, al narrador de su novela Una dama extraviada, podríamos decir que aquí, en el caso Koldo, “más que un principio moral, se quiebra un ideal estético”.

Así como en las guerras surge un tipo humano peculiar, alguien que florece en situaciones de conflicto y violencia, que se aprovecha de ellas para dar rienda suelta a sus peores instintos y poner en práctica su talento de matarife, en las crisis ocurre otro tanto. Sucede que, desde el momento en que se genera una gran necesidad, en que deja de funcionar un sistema o empieza a faltar un producto esencial, aparece un espécimen extraño, un ser que hasta entonces se ha mantenido en un lugar discreto, con un perfil bajo, alguien que ha permanecido al acecho pero que ahora, de pronto, irrumpe desde las profundidades de lo anodino, desde las simas de la mediocridad, y, siendo consciente de que ha nacido para eso, se hace fuerte en esa coyuntura crítica y entra en acción como un mercenario en una contienda sin ley.

Claro, hay un último tramo en este recorrido, una última parada en el camino. Me refiero a que muchos de estos fenómenos, de tinglados como el de Koldo García, los facilita el régimen de partidos y la propia estructura del gobierno, su mecanismo interno. En cuanto se constituye un nuevo Ejecutivo, sea del signo que sea, emerge una criatura con vida propia, una especie de constelación llena de brazos y ramificaciones, un laberinto parecido a los de Borges. Ese microcosmos está formado por ministerios y secretarías de estado, por subsecretarías y delegaciones, por oficinas y sucursales; está poblado por jefes de prensa y de negociado, por agentes y representantes, por asistentes y portavoces. Y entonces, a menudo, llega un día en que la criatura enferma debido a su hipertrofia, empieza a pudrirse por dentro, a oler a distancia, y la historia se repite como un disco rayado, como un bucle sin poesía.