Vivimos tiempos de acontecimientos inesperados donde las respuestas del corto condicionan sobremanera el futuro, abriendo nuevas vías inexploradas que se convierten en problemas emergentes en un entorno caótico e indefinido. Cada día surgen nuevos asuntos que acaparan la atención de los medios, dejando los anteriores problemas de fondo sin relato, sin consideración y sin solución. Las instituciones y las empresas –agentes activos en esta dinámica– van condicionando el espacio sobre el que se desarrollará el futuro, en tanto crean o resuelven –bien o mal– los problemas de la ciudadanía y de los clientes, respectivamente. En fin, conviven siempre con nuevos problemas e intentan crear su agenda estratégica y operativa en una carrera oportunista –política o económica– imprevista y exponencialmente dinámica en el tiempo.
Instituciones y empresas no operan igual. Entendemos que las empresas desarrollan su labor orientadas a lograr un resultado económico, disponiendo de unos sistemas de organización, decisión y control con altos grados de libertad de elección. Esta autonomía les confiere una velocidad de cambio, una adaptación e innovación sin precedentes a la sombra de la rápida evolución tecnológica. Las instituciones públicas –organizaciones con un objetivo no lucrativo– extienden su labor para diseñar políticas y resolver problemas colectivos en los ámbitos de aplicación de los derechos públicos. Por ello abarcan iniciativas culturales, educativas, sanitarias, de seguridad, ambientales, científicas y sociales. Pero en este complejo desempeño las instituciones mantienen unos procesos muy regulados –por la norma escrita– donde la continuidad, la velocidad, la flexibilidad de acción, la personalización, el sentido de anticipación y los procesos de decisión acertados no son capacidades en las que destacan, más bien al contrario.
Ante esta evolución caótica y observando empresas e instituciones, vemos que son las empresas tecnológicas las que dan los grandes pasos hacia adelante, y que son las instituciones las que tratan de regular los problemas generados en forma de restricciones o correcciones a posteriori, con sus modelos teóricos de principios e ideologías dominantes. Lo vemos en estos días en la tardía y siempre incompleta regulación del uso de la IA. El economista Yanis Varoufakis califica de tecnofeudalismo a esta situación de evidente dominio tecnológico de las plataformas, que va, según afirma, más allá de lo que entendemos por capitalismo de empresas, al que sustituye.
Los ciudadanos asistimos a una dependencia imparable del cambio digital –y por ello de las empresas tecnológicas– y a la vez a una desafección de la política y de las instituciones, al ver que los problemas no se resuelven desde estas instancias con la eficacia que requieren. Por ello, los objetivos económicos son a la postre los que conducen operativamente la calidad de vida de las personas, y a su vez son la dinámica mercantil de los negocios prósperos, sirviendo de salvavidas de los dilatados órganos de las instituciones a través de los impuestos crecientes al trabajo, al consumo y a los beneficios. Como ejemplo basta ver cómo ante una práctica abusiva de las compañías aéreas hacia los ciudadanos –como el caso de los costes adicionales de equipaje cobrados en los vuelos– la administración responde con una multa a las compañías por el cobro indebido, en lugar de obligarlas al retorno económico, con un recargo por el interés legal y los perjuicios ocasionados.
Ni los partidos, ni las instituciones, optan por aprovechar el tremendo cambio tecnológico para replantear los cimientos de lo que es el trabajo del conocimiento y de las relaciones, el aporte social a las cargas colectivas, el conocimiento gratuito y accesible, los sistemas de seguridad ciudadana, los nuevos sistemas de movilidad, la fiscalidad sensible al aporte social, las infoestructuras locales (sistemas tecnológicos comunitarios) al servicio de la educación y de la sanidad. Si observamos los comportamientos de la política y de las instituciones, cabría preguntarse si están concebidas para lograr el bienestar de los ciudadanos creando nuevos futuros y fomentando la sana convivencia y el progreso social, o más bien para la confrontación mutua, estereotipada y sostenida, para ostentar y administrar cuotas de poder, puestos de trabajo y presupuestos en los órganos decisorios y de prestación de servicios que suponen casi el 50% del PIB del país.
Si las instituciones, en lugar de tratarnos como administrados y diseñar sus servicios para cubrir sus riesgos y recaudar, sin pensar en los costes y dificultades para los ciudadanos con sus modos de operar, se pusieran de parte de la ciudadanía para protegerla de los abusos de las grandes empresas y ayudarle con las nuevas tecnologías para su libertad, reducción de gastos, cercanía en los cuidados, seguridad física y digital, cooperación mutua y calidad de vida, estaríamos entrando en una sociedad en progreso y cambio de verdad. Esto requiere un ejercicio de visión práctica en un cambio de época, cosa que de momento no aportan ni los viejos ni los nuevos partidos, ni las capacidades y estructuras internas de las fragmentadas instituciones y sus empleados. Esta realidad se manifiesta también en el creciente desinterés de la población joven, tecnológicamente adaptada, por el sistema de representación electoral vigente, en el que el triángulo política, tecnología y cambio social está vacío de contenido, que no de importancia global latente de una revolución tecnológico y social que continuará sucediendo.