N os sorprende, impresiona e, incluso, nos hace daño. Sentimos dolor intenso cuando vemos los efectos terribles de la violencia. Y es que la violencia, cuando es violencia física, aparece de forma ineludible en las huellas que deja en el cuerpo. El ojo observa el efecto demoledor de esas marcas que, en ocasiones, llegan a producir la muerte. Nos resulta muy difícil acostumbrarnos a ver en la violencia una manifestación irremediable, y dejar que pase. Olvidar y esperar a la próxima.

No creo que la expresión violenta asome de la nada, o que sea una respuesta incongruente e inesperada. Creo más bien que lo frecuente es que pueda seguirse la huella de una larga cadena de sucesos anteriores que quedaron sin resolver. Y en la mayoría de los casos, por no exagerar, esta violencia manifiesta, expresa y, por supuesto, visible e imposible de obviar, es el resultado de una historia de afrentas entre personas, países, credos e intereses de todo tipo.

Y que todas y cada una de sus causas tienen en común la falta de entendimiento, respeto y voluntad de evitar ese mal. Así pues, me parece necesario intentar desentrañar las raíces que conducen a muchas de las formas violentas en que se intentan resolver los conflictos producidos por las diferencias sociales de sexo, de raza o clase, principalmente. La antropóloga brasileña, Rita Segato, en su ensayo sobre las estructuras elementales de la violencia, habla de la existencia de una violencia no física sino moral que se difumina en gestos menores e imperceptibles. Y lo hace, la mayor parte de las veces, sin necesitar acciones ásperas, duras o groseras, y es precisamente entonces cuando lograr ser más eficaz.

La violencia moral es eficiente más que cualquier otro mecanismo de control social y de reproducción de desigualdades. Su sutileza, su carácter difuso y su omnipresencia hacen de ella la herramienta más útil y rentable para el control y mantenimiento de las categorías sociales subordinadas. Todo parece indicar que cuando se habla de violencia estructural es a esta violencia, que reposa en una moral tradicional y que se reproduce de forma rutinaria, a la que se hace referencia. Porque la normalidad del sistema es una normalidad violenta que depende de la desmoralización cotidiana de los afectados por ella, según palabras de la autora citada.

Segato analiza las formas más frecuentes de violencia moral en América Latina, en el caso concreto del dominio patriarcal. Y enumera, entre otras, el control económico que se ejerce sobre las mujeres con la finalidad de reducir su libertad para disponer de los recursos que le permitan sostener una mayor independencia; también es violencia reducir el espacio en el que alguien puede moverse, principalmente en el espacio público; limitar las relaciones personales con amigos o familiares utilizando formas diversas y sutiles de chantaje. Sin olvidar el menosprecio moral, estético, sexual o la descalificación intelectual o profesional. Todo ello mantenido de forma constante a lo largo del tiempo y casi oculto tras un disfraz de normalidad porque forma parte de las ideas que las personas incorporan y reproducen de forma automática, gracias a los moldes que la sociedad facilita. Logrando patrones de comportamiento que tienden a establecer relaciones de dominio de una parte sobre otra.

A todo lo anteriormente mencionado, hay que añadir la reacción de quienes disfrutan de una posición de privilegio sobre otros y que, a pesar de ello, sienten que cualquier respuesta emancipatoria de quienes sufren de forma permanente esa violencia moral sólo pretende restarles parte del poder usurpado. Ejemplo de ello puede verse en los resultados de una encuesta realizada en los últimos días en la que se revela un porcentaje elevado de hombres que dicen sentirse discriminados como consecuencia de los avances del feminismo en los últimos años. Chicos jóvenes de menos de 26 años que tienen la impresión de que las “feministas exageran y se montan películas” o que se quiere “subir privilegios” a la mujer, en detrimento de los derechos de los hombres. Lo que contrasta de forma evidente con una realidad que cuenta con más de mil mujeres asesinadas por sus compañeros sentimentales y que parece ser interpretada como un producto de la casualidad. Y aun así estamos dando vueltas a cómo limitar el acceso de los menores a pornografía, ejemplo claro de violencia contra las mujeres y que se normaliza entre los no menores como una forma de obtener placer. Una paradoja más.

Psicóloga clínica