En la iglesia de Zestoa se juntaron más jóvenes que nunca. Un grupo disfrazado entró en ella en la función dominical, dio unos gritos, exhibió una pancarta, Eliza diruzale, espekulatzaile!, y llenó el suelo de billetes falsos. Los feligreses, perturbados. La escena recuerda la de Jesús en el pórtico del templo despachando a los mercaderes. Allí también algunos acaso se asustarían. Jesús sabía montar buenas tanganas.

La gestión del patrimonio de la Iglesia católica es un gran problema, como el mismo patrimonio, y largo tiempo seguirá siendo cuestión liosa y difícil de gobernar. Se entreveran demasiados hilos en ella: el derecho de cada uno a disponer de sus propiedades, muy aceptado en nuestra sociedad, en exceso; la propia Iglesia ha solido plantearle límites morales, sabedora de que las fortunas gigantes siempre ocultan la injusticia. Muchas veces, las propias riquezas de la Iglesia no tienen un origen limpio: el indiano que se enriqueció explotando a indígenas u otros trabajadores y que pagó una capilla o el órgano de la iglesia.

Pero la Iglesia tiene necesidades: mantiene muchos servicios de ayuda a los necesitados, el propio patrimonio genera gastos. Hay muchos religiosos y religiosas ancianos que han entregado su vida a la institución sin cobrar casi nada y ahora necesitan cuidados…

La mayoría de los jóvenes no entienden en qué consiste este artefacto llamado Iglesia. Lo encuentran siempre en mitad del camino que ellos ven con claridad, a modo de gigantesco pedrusco: aborto, divorcio, relaciones sexuales, la aceptación de los homosexuales o personas trans… Pero no le hace ascos a aparecer junto a los poderosos. Y esa cuadrilla de obispos vestidos de negro, que han gestionado tan mal el asunto de los casos de pederastia, se les aparecen como una cuadrilla de hormigas malévolas.

La Iglesia no sabe qué hacer con los jóvenes. De tanto en cuanto aparece un movimiento religioso-popero del estilo de Hakuna y los profesionales eclesiásticos se alegran. Pero rápidamente se dan cuenta de que el pensamiento de un gran amigo mío es muy sensato: No hay nada más peligroso que un cura con guitarra.

Y los jóvenes no saben qué hacer con la Iglesia. Los hemos educado mal. Criado bien. Qué chicas y chicos altos y fuertes han salido. Pero educar… los hemos dejado en manos de los mercaderes. Estos se dieron cuenta enseguida: si hacemos una sociedad simplona, empujando a los mayores a desear ser jóvenes y hacemos creer a los jóvenes que, sin gran esfuerzo, lo entienden todo y no tienen límites, el mercado marcha a toda velocidad. Y el Dios del mercado se colocó por encima de todos los demás diosecillos. Corolario: los jóvenes quieren Gaztetxea…, pues las instituciones tienen que servírselo.

Los mayores, la Iglesia actual es cosa de mayores, temen al Gaztetxe. Tampoco es de sorprender: no quitan la música a gran volumen, hasta en altas horas de la noche. Y del resto… mejor no hablar.

No me parece que el asunto tenga fácil solución. El propietario tiene derecho a apelar a los tribunales, si se han apropiado de su edificio. Pero la iglesia no es cualquier propietario. Para decidir su comportamiento ha de mirar a su fundador. Y Jesús, cuando lo estaban crucificando, exclamó: Perdónalos, Altísimo, porque no saben lo que hacen.

La diócesis de Gipuzkoa debería seguir el ejemplo de Jesús. Tiene variadas posibilidades. Si los tribunales condenan a alguien, ofertarle que, en lugar de pagar en dinero, haga colaboraciones con Caritas o con la Pastoral carcelaria. O, como está de moda, concederles amnistía.

En las redes, cosa de jóvenes, se ha extendido mucho lo que parece que dijo Einstein: “Es más fácil creer que pensar. Esa es la razón de que haya tantos creyentes”. No resulta sencillo creer que lo dijo así. Pero, si lo hizo, puedo asegurar que estaba equivocado, porque creer, es decir, tener fe, esperanza y caridad, es casi siempre muy difícil. Pero merece la pena.