Leía el otro día que el mayor competidor de Netflix no son el resto de plataformas de pago, por más económicas que sean; tampoco lo es, por supuesto, la televisión tradicional. Parece que su mayor rival es Youtube. Tanto los millennials como la generación Z concentran gran parte de su consumo audiovisual en esta plataforma. Lo que les seduce es claro: mucho más contenido y, además, mucho más barato, tanto que es gratuito. Elemento, la gratuidad, totalmente intergeneracional, capaz de aglutinar tanto a los más jóvenes como a los más mayores, ahí no hay brecha. Como sucede tantas veces, que uno no termina de ver las cosas hasta que otro escribe sobre ellas, leer esa noticia me sirvió para darme cuenta de que yo era uno de esos jóvenes, cada vez menos, a lo de joven me refiero, que recurre a Youtube no sólo para entretenerse sino también para informarse. Y esto es peligroso; porque alguna vez he aprovechado estas líneas para reflexionar sobre el riesgo que suponen estas plataformas de cara a la radicalización de los más jóvenes. Los algoritmos y la reproducción automática, sólo frenados por las cada vez más frecuentes inserciones publicitarias, tienden a recomendarnos contenidos sesgados que dan pie a la imparable generación de hiperventilados. El problema es que estos después salen a la calle y dan rienda suelta a su intensidad abusando del tiempo y, sobre todo, la paciencia de los demás. Pero no todo es crispación en la web, también hay espacios distendidos que se alejan del ruido y la confrontación. Esta semana, de hecho, he descubierto uno de ellos: “La cena de los idiotés”, se llama el invento. Dirigido por Aimar Bretos, un grupo de personas se reúnen en una especie de sobremesa para conversar sosegadamente sobre asuntos de todo tipo. ¿Cuál es la receta para conseguir un debate que tiene más de reflexión compartida que de discusión? Todos piensan parecido. Una fórmula sencilla, tanto que uno se pregunta cómo nadie la había inventado antes. Y es que sin discrepancias no hay crispación.