Ayer terminé de ver Los Farad. Una serie de ocho capítulos que puedes devorar en dos tardes y que trata, con las licencias que sólo puede permitirse la ficción, un asunto tan delicado como el tráfico internacional de armas en la década de los ochenta. Sus referencias a los conflictos de la época, de la de entonces y alguno también de la de ahora, hacen que la política internacional se convierta en un asunto central de la trama. Reproducir la eterna batalla entre capitalismo y comunismo y lo sucedido en esos años previos a la caída del Muro hacen que la serie corra el riesgo de abusar del mensaje político que consigue convertir la mayoría de producciones de los últimos años en auténticos tostones para pretendidos intelectuales y que, lejos de entretener, aburren a cualquiera. Sin embargo, hay que reconocer que la serie sortea bien ese riesgo y consigue enganchar desde el principio poniendo el foco en la historia personal de los protagonistas y en ideas como la ambición, el orgullo, o ese juego de suma cero entre lealtad y traición que te mantienen pegado a la pantalla hasta el final. A veces las cosas son más sencillas de lo que parecen y para que una serie tenga éxito, basta con que sea entretenida.

Aunque eso no evita que puedan extraerse conclusiones interesantes. La principal es que la venganza no lleva a ningún lado. Los problemas de los Farad, y creo que no hago ningún spoiler, comienzan cuando al primer golpe que reciben del antagonista, Mawad, responden con el hígado en vez de con el cerebro. A partir de ese momento, sobrevuela constantemente esa idea de “para qué te metes” y uno recuerda incluso el concepto stop loss que se emplea en Bolsa. Ese término en el que uno asume las pérdidas y se dedica a otra cosa. Sin dejarse arrastrar por el orgullo a esa espiral peligrosa en la que la única consecuencia suele ser hacer más grande el agujero. Y es que hay que ser selectivo en las batallas, porque es mejor tener paz que tener razón.