Lo de Cristina Ibarrola ha sido tan breve, tan meteórico, que se ha ido sin darme tiempo ni de dedicarle una columna. De hecho, no me ha dado tiempo ni a que me cayera mal. No en lo personal, que no la conozco, sino como primera edil de la capital.

No me han gustado cosas que ha hecho, pero hay alguna que sí, como lo de recibir al Olentzero el otro día. Un gestito inocuo, pero del que no fue capaz su antecesor, el resentido Maya, que consideraba gente anormal a media ciudad, ni mucho menos Barcina, a la que hemos visto volver estos días por Navidad a esta Iruña de sus dolores.

Pero hablábamos de Ibarrola, fugaz estrella, apagada por mor del normal juego de alianzas políticas… y de su propia boca. Lo de limpiar escaleras pasará a la historia del bocachanclismo político en esta tierra. Incluso yo he sufrido un poco con su repentino striptease clasista, del que al segundo estaba sin duda arrepentida. Hasta el propio Asiron, flamante nuevo alcalde, ha podido permitirse el lujo de mostrarse generoso y compresivo y echar un cable dialéctico a su contrita predecesora.

Y es que, en política, las rabietas son peligrosísimas, las carga el diablo y te pueden llevar a despeñarte, como esos fenómenos de la madrugada pamplonesa que acabaron con coche y todo en el foso del fuerte de San Cristóbal.

No sé qué futuro le queda en la cosa pública a la ya exalcaldesa, pero intuyo que su metedura de fregona –me encanta el vídeo del burlón homenaje que hacen al instrumento esos dantzaris de paisano en una conocida calle de la Parte Vieja– le deja muy poco margen para protagonizar el futuro de esa UPN cada día más desarbolada de líderes y de ideas. 2024 quizás no sea mejor, pero interesante, va a ser un rato largo. Para Ibarrola, esta columna. Se la debía.