Ayer vimos el Sol desde la explanada del planetario de Pamplona para conmemorar sus primeros 30 años. Había muchas manchas en el disco, donde el gas está más frío por un complejo juego de campos magnéticos y movimientos del gas caliente. Por cierto que uno de los inventores del primer planetario que comenzó a funcionar ahora hace un siglo fue el astrónomo Max Wolf, que da nombre a ese número que mide la actividad de nuestra estrella.

En esos años, en la India, un físico bengalí llamado Meghnad Saha desarrolló una ecuación que relacionaba la abundancia de elementos en un gas con la ionización térmica; algo que utilizó una joven astrónoma que en 1923 consiguió una de las primeras becas científicas destinadas a mujeres, para descubrir algo inaudito.

Lo publicó, no sin controversia (posiblemente el que fuera una mujer quien enmendaba la plana a la ciencia de los señores astrónomos no era ajeno a ella) en su tesis doctoral de 1925, cuando el primer planetario alemán comenzaba sus sesiones al público.

Resulta que el Sol y las estrellas no tenían la misma composición que la Tierra, como se pensaba: eran principalmente hidrógeno y helio, con trazas de los demás elementos. Solo así se podía entender lo que observábamos al analizar su luz, como aparecía en los espectros de las estrellas analizados en Harvard por un grupo de mujeres pioneras de la astrofísica.

Me encanta pensar que la divulgación astronómica que hacemos en el planetario es hija de gente así: mujeres que no podían entrar en los observatorios pero que trabajaron durante años para entender cómo es el cosmos; astrofísicos indios que habían sufrido la discriminación colonial inglesa hasta en la universidad... Gente convencida de que a pesar de todo la ciencia merece la pena y que podemos contarla a todos los públicos.