Sigo hoy reflexionando sobre esa idea del progreso, que el pasado lunes me quedé corto. En los últimos años ha habido una línea de pensamiento que ha abrazado la idea de que, a pesar de los pesares (y son muchos los pesares, todo hay que decirlo), el progreso existe. Es decir, que vivimos mejor que nunca se ha vivido, que cuando miramos unos decenios al pasado encontramos más pobreza, menos calidad de vida, menos libertades. Así, en conjunto, el mundo ha ido progresando y es difícil negarlo. Varios autores abanderan esa idea, apostando por el conocimiento y la ciencia, que han ido mejorando la situación de las personas más pobres. Además, hay un sentir global por un desarrollo sostenible que apuesta por la educación, la cultura y el bienestar, incluso en aquellos lugares donde la intransigencia ideológica han establecido cavernas autoritarias. Se trata de ver el vaso medio lleno. Pero se olvida a quienes lo tienen vacío o, peor aún, obvia que otros acumulan enormes cisternas de bienestar.

Porque no podemos ver como progreso el incremento del PIB sin tener en cuenta la educación, la sanidad o la esperanza de un futuro mejor de tantos miles de millones de personas que no lo van a tener. Es algo cruel: mejor no progresar así, mejor poner el acento en la equidad para un mundo que sigue siendo injusto, en los derechos para quienes no acceden a los servicios básicos, en la moderación y el decrecimiento de quienes estamos consumiendo el planeta. Eso sería el progreso pendiente, el de la justicia. Ese progreso de verdad va a exigirnos que consumamos menos, que seamos más responsables, que aparquemos los delirios desarrollistas porque no podemos asegurar su extensión a todo el mundo. Esta aldea global lo necesita cuanto antes.