Hace un año y un día que caducó mi Gazte Txartela. Lo sé porque al coger ayer la cartera con intención de retirar este carné repleto de ventajas para jóvenes, me di cuenta de que iba exactamente un año tarde. Gracias a esta confusión, pude constatar que he alargado mi juventud legal un año. Trescientos sesenta y cinco días que constituyen mi venganza particular con la pandemia, una venganza que sirvo en frío, sí, pero que no ha logrado evitar que siga sumando años al DNI. Hacerse mayor tiene muchas cosas malas, pero también alguna buena. Y entre estas últimas está que aprendes a relativizar. Al hilo de esto, creo haberos confesado alguna vez mi afición por los Podcast. Y, es curioso, el que más sigo está dirigido y presentado por un tío que, así en líneas generales, me cae bastante mal, lo cual no me impide reconocer que me gusta el contenido que produce (seguro que esto también tiene que ver con ir cumpliendo años). Pues en cada capítulo del Podcast hay una sección que consiste en un cuestionario rápido en el que se pide al entrevistado que desvele cuál es su ciudad, su hotel o, incluso, su olor favorito. Todos tienen una respuesta inmediata para cada cuestión. Pregunta-respuesta, casi sin tiempo para pensar. Como si lo normal fuese haberse parado alguna vez a pensar en esto. Como si lo lógico no fuera necesitar un buen rato para elegir si te gusta más el olor de la gasolina o el del rotulador permanente. Pero este es el mundo en el que vivimos; en el que la duda, el matiz y la reflexión no tienen cabida y donde abundan las respuestas y los posicionamientos que obedecen a aquello que pretendemos ser en lugar de aquello que, efectivamente, estamos viendo. Como si ante cualquier atrocidad, no bastara con limitarnos a empatizar con quienes la sufren en vez de tratar de buscarle un hueco en nuestro marco mental. Porque cuando veo niños sufriendo –no lo sé, será cosa de la edad– no me da por hacer un análisis geopolítico y lo único que veo es eso, niños sufriendo.