El senador norteamericano John Fetterman, del Partido Demócrata, ha buscado notoriedad acudiendo a la Cámara vistiendo pantalones cortos, camisa desabrochada y zapatillas deportivas. Da cosa verlo, porque no tiene precisamente un aspecto agradable, con sus garrillas aguantando una conformación corporal notoriamente obesa. Parece obligado el comedimiento a la hora de juzgar una actitud así, pero las cosas suelen ser como parecen: se trata de una manera de dar la nota, de conseguir el foco que no captan sus discursos, de reivindicarse en la transgresión adolescente. Chuck Schumer, el líder de la mayoría del Senado, también demócrata, comenzó tolerando la boutade. Pero esta semana, la Cámara ha adoptado por unanimidad una resolución que exige a sus miembros vestir de forma adecuada cuando estén en ella. Los hombres deberán llevar chaqueta, corbata y pantalones largos. No se especifica nada para las mujeres. Hace unos días, el periódico The Atlantic (con tendencia editorial de centro-izquierda), publicaba un artículo de Caitlin Flanagan titulado “Get That Senator a Cinnabon” en el que con sorna proponía que, ya puestos, los senadores podrían reunirse en el patio de comidas de un centro comercial, donde estarían más cómodos, el atuendo no sería llamativo por cutre, y podrían incluso acordar la invasión de México bebiendo refrescos azucarados.

En política, las formas son mucho. No todo, pero sí mucho. A algunos partidos les ha interesado sistematizar la transgresión de las normas tradicionales de comportamiento, entre ellas la vestimenta, no porque quieran captar la atención, sino porque conviene hacer del representante público una especie de proletario del cargo. Cuanto más se vulgarice al electo, menos posibilidades habrá de que las élites intelectuales lo sean. Este fenómeno tiene distintas expresiones. Sin duda una de ellas es la estética de lo que se ve, por ejemplo, el Congreso de los Diputados, donde en pocos años las corbatas han dejado paso a las camisetas. Lugar en el que se ha hecho común que el que sube a la tribuna se adorne con cartelitos para ver si hay suerte y le sacan fotografiado en un periódico. Pero donde también se constata la desidia argumental, la carencia de profundidad expresiva, sin apenas calidad gramatical o semántica en los discursos. Haciendo vulgar el desempeño se consigue que sólo los vulgares se sientan atraídos por la política.

Un grado más allá de esta degradación es lo que se ha visto encarnado en dos de los personajes de estos días. El primero es Óscar Puente, al que Sánchez eligió para que diera la réplica socialista a Feijóo en la investidura. No se eligió a cualquiera. Se eligió al más bravucón del grupo parlamentario, nadie como él tan capaz de chulear el momento parlamentario. Sánchez lo había cesado hace unos meses como portavoz de la ejecutiva federal del PSOE porque cada vez que hablaba ofendía al sentido común y a no pocas personas, pero había que disimular un poco en el término de la pasada legislatura. Puente tuvo un incidente en el AVE cuando el viernes viajaba a Madrid. Un paisano le preguntó por Puigdemont, lo que parece que no es raro en alguien de Valladolid. El diputado dijo que no pensaba ni contestar ni viajar en el mismo tren que ese contribuyente que le paga el sueldo: se llamó a la policía y todos los pasajeros aguantaron tres cuartos de hora de retraso por el indisimulado matonismo del aforado. El otro protagonista de la historia sórdida de la semana política es el concejal Daniel Viondi, compañero de militancia del anterior. Al acabar una intervención en el pleno se dirigió al alcalde Martínez Almeida y le soltó tres cachetes en la mejilla. Qué pasó por la cabeza del agresor es complicado de entender, pero lo indudable es que esto solo pasa cuando las reglas de comportamiento más cercanas, las del propio partido, lo propician. Viondi es amigo de Sánchez, y capta perfectamente que lo que ahora hay que dispensar, cristalizado en las tortitas en la cara, es matonismo para que nadie se mueva en la corrala a la que quieren llevar el trabajo institucional. Vienen al recuerdo aquellas épocas en las que los socialistas se rasgaban las vestiduras diciendo que la derecha crispaba. La tropa que apuntala al sanchismo tiene interiorizado que hay que ejercer desde la mayor de las jactancias y en desprecio constante al oponente. Pero eso no es crispar: es desbrozar el camino hacia un nuevo régimen político.