La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. Al menos así la interpretaba la versión más dicharachera del marxismo, la de Groucho Marx. En efecto, la polémica en torno al estudio sobre Navarra y el euskera, de Eusko Ikaskuntza, parece ajustarse grotescamente a esta fórmula. Al dedillo. Lamentablemente, diríamos, porque lo que pretende presentarse como estudio científico está contaminado, preñado de conceptos, etiquetas y prejuicios políticos.
El primero, según su propia explicación-justificación (Hablemos de Navarra y su ciudadanía, NOTICIAS DE GIPUZKOA, 19.07.23) lo encontramos en la difuminación del objeto de estudio. “¿Dónde queda la navarridad?”, dice el texto de forma literal. Esta pérdida de referente se traduce en la definición de la investigación en términos de una supuesta “disputa nacional en Navarra entre los nacionalismos vasco y español”. ¿Navarra no existe? ¿Hablamos de un ente imaginario, sin voz propia? ¿No ha existido históricamente un sujeto político con dimensión institucional, que durante siglos ha dado cohesión, defensa, cultura, vida económica y social, a una población, sobre un territorio? ¿No queda nada de eso?
Parece que no, a juzgar por las interpretaciones y los presupuestos metodológicos que emplean los ‘científicos’ de EI. Y como sabemos que sí ha existido, podemos colegir que estos investigadores presuponen que esa realidad estatal no ha dejado huella. No ha conformado una conciencia de pertenencia, no ha dejado poso en una memoria colectiva, no ha sedimentado en referencias simbólicas (de las que beben, quizás, esos nacionalismos que cita EI, pero que son previas), en lugares de memoria, en significantes con singularidad y personalidad propias. Por ejemplo, en una adhesión al euskera que entre la población va más allá de las corrientes partidistas, como patrimonio colectivo, lingua navarrorum, no propiedad del nacionalismo sino consustancial al país vasconavarro, en su territorio y su cultura.
En ese espejismo prejuiciado sobre el que han operado los investigadores de EI, se diría que les ha confundido el poder concluyente que, en las opiniones de la sociedad navarra, adjudican a unas ideologías concretas. Pero, ¿eso es real? ¿Tanto poder performativo tienen? ¿Solo se puede ser nacionalista vasco o nacionalista español? ¿No existen los anarquistas navarros -digamos Lucio Urtubia…-? ¿No se puede ser vegano-ecologista de Valdorba, o ribero amante de la huerta, o contrabandista euskaldun del Pirineo con sede en Urdazubi? ¿La ideología de partido, cortoplacista, electoralista, lo define todo? ¿La memoria del euskera de los abuelos/as de Otsagabia, tan fresco su recuerdo, no ha intervenido y facilitado la recuperación lingüística del valle, y matizado obviamente la opinión de los salacencos/as?
Para un investigador de EI, los valores de la sociedad, la posición de uno mismo en su tiempo, su comprensión del patrimonio con que opera su comunidad, ¿se guían (determinan) exclusivamente por una ideología, programa o discurso nacionalista?
Son muchas las falacias y los prejuicios sobre los que se sostiene el presunto estudio “científico” de EI. Otro supuesto que desfigura y desacredita el resultado que presentan es que, en esas disputas, de hondo calado histórico (dicho sea de paso. La aculturación -en torno al euskera, y más- viene de lejos, desde la conquista), “ambas ideologías y sentimientos son legítimos en democracia” (sic). ¿Lo son? ¿De verdad? ¿De la misma manera? ¿Es equivalente la actitud y autoridad del dominante español -o francés-, a la que se sufre en la zonificación de la lengua vasca? ¿No pesan los siglos de prohibición y diglosia de la realidad euskerica? Dicho de otro modo, ¿se puede hacer un corte temporal, presente absoluto, en la muestra societaria que se toma, y que no pese el pasado, ni la violencia, ni las leyes o los tribunales estatales, ni la institucionalización de la vida municipal, educativa, medios de comunicación, universidades…?
O, en otro sentido, ¿se pueden considerar igualmente legítimos dos sentimientos, dos identidades -lenguas, culturas, comunidades, simbologías, estatus…-, cuando una está en el poder del Estado, y la otra no tiene Estado, ni poder, sostenida únicamente por el tesón y el voluntarismo de sus nacionales? ¿La psicología del sujeto las contempla, legitima y se identifica con la misma naturalidad? ¿Es similar o equivalente la posición del dominante -agresivo, arrogante, empoderado- que la del dominado? ¿No es posible que, en estas condiciones, la miopía de ideologías nacionalistas nos impida percibir la existencia de otras versiones del país que no tienen tantos recursos, pero que están ahí?
Interpretar todo este barullo, en una situación de conflicto, de presión, lucha, imposición y resistencia, a partir de unos constructos ideológicos (en el peor sentido del término) como son los discursos de dos nacionalismos, se convierte en un ejercicio de primero de sociología, condenado al suspenso.
Si los investigadores de EI se interesan por el valor que el euskera tiene para la población navarra, les sugeriríamos que empezaran por revisar su propio aparato metodológico. Un principio científico señala que la primera condición para abordar un problema es establecer un diagnóstico acertado (ello nos permitiría alejarnos de las tesis de Groucho Marx sobre la política). Siendo el euskera, como es, un elemento societario y cultural, parte del patrimonio colectivo de Navarra, deberían sostener su investigación a partir de esas claves disciplinarias: memoria colectiva, cultura política, conflicto, toponimia, historia… Quizás se llevaran más de una sorpresa. Sea como fuere, no aplicarían conceptos vascongados a una realidad que, evidentemente, se les escapa.