“Prometeo robó el fuego y se lo entregó a los hombres. Pero cuando Zeus se enteró, ordenó a Hefesto que clavara el cuerpo de Prometeo al monte Cáucaso. Allí pasó muchos años encadenado. Todos los días caía un águila sobre él y le devoraba los lóbulos del hígado, que volvían a crecerle durante la noche” (Apolodoro). La cita, de hace más de dos milenios, es premonitoria de la vida del físico nuclear J. R. Oppenheimer, cuya biografía El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, Prometeo americano, escrita por Kai Bird Y Martin Sherwin, valió a sus autores el premio Pulitzer. Hoy mismo se estrena en los cines la película Oppenheimer, dirigida por Christopher Nolan y basada en la biografía de Bird y Sherwin; espero que Nolan, consagrado director con películas como Origen o la trilogía de Batman, no la pifie en esta ocasión. Tengo mis reservas, una vez leída la entrevista que el pasado fin de semana concedió a diversos medios y donde afirma que el compromiso filocomunista de nuestro protagonista se inició al calor de la solidaridad con la causa republicana en la Guerra Civil, lo que solo es parcialmente cierto porque en realidad fue anterior, al ser testigo de los devastadores efectos económicos y sociales de la Gran Depresión y del destino de científicos amigos y de familiares judíos en la Alemania nazi.

Ese desliz es de escaso calado si lo comparamos con otra gruesa afirmación, cuando dice que los científicos liderados por Oppenheimer decidieron terminar la bomba atómica y dejarla lista para su lanzamiento sobre Hiroshima aun conscientes del riesgo de incendiar la atmósfera y acabar, quizás, con la humanidad. Tal debate nunca existió; se trató de una hipótesis “puede que sí, puede que no”, que los propios científicos desecharon tras profundos estudios técnicos. Al parecer, todo vale para promocionar una película.

Oppenheimer (Nueva York, 1904-Nueva Jersey, 1967) fue un judío norteamericano hijo de alemán inmigrante y de norteamericana alemana de segunda generación. Fue un niño prodigio educado en una elitista escuela judía laica, cosa extraña en la época –hoy aún más–. De sí mismo dijo: “Fui un niño empalagoso y repulsivo de tan bueno”; ya lo ven, sincero hasta herirse. ¿Sincero he dicho? No tanto y no siempre, como verán.

Un polímata

Fue un polímata, persona con profundos conocimientos en diversas materias científicas y humanísticas. Físico y navegante, filósofo y jinete, lingüista y cocinero, amante de la buena poesía (en francés, alemán, italiano, neerlandés y sánscrito, por supuesto en inglés). Estudió Química y Física en Harvard, amplió sus estudios en Cambridge y posteriormente en Gotinga (Alemania), donde floreció como científico y conoció a la nueva generación de físicos post Einstein. Amplió estudios en Zúrich (Suiza) y en Leiden (Países Bajos), donde aprendió neerlandés en seis semanas para poder impartir clases a los alumnos en su propio idioma, además de recibir un apodo: Oppje, transcrito al americano Oppie, con el que fue conocido el resto de su vida.

Durante su primera estancia en Europa tuvo lugar su epifanía. Haciendo senderismo por Córcega leía cada noche En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y se quedó enganchado a un pasaje del primer volumen: “Esa indiferencia a los sufrimientos que causamos, y … que es la forma terrible y permanente de la crueldad”. La frase le perseguiría como un tábano toda su vida al buen genio de la física que sacó de la botella al maléfico genio atómico. De regreso a Estados Unidos se estableció en la Universidad de Berkeley (California), donde conoció a Jean Tatlock, su primera relación sentimental estable, estudiante de Medicina y luego reconocida psiquiatra infantil. Y miembro del Partido Comunista americano, con activismo consistente en repartir el periódico del partido, octavillas, solidaridad con huelgas de jornaleros y muchas reuniones y muchos debates sin fin. Suficiente para quedar bajo el radar del FBI y arrastrar a su novio Oppie, que de esa manera comenzó a engrosar un dossier policial que llegaría a los 7.000 folios.

¿Fue Oppenheimer miembro del Partido Comunista? Gran enigma. Para el FBI, era cosa casi segura, pero no tenían pruebas directas sino circunstanciales: escuchas telefónicas ilegales entre miembros del partido con referencias oblicuas a Oppie, balandronadas de los jefes comunistas locales del tipo “es uno de los nuestros”, suscripciones al Daily Worker (periódico del partido) y cuestaciones en favor de los republicanos españoles. Jean acabó suicidándose.

La segunda relación afectiva fue aún más relevante desde el punto de vista policial. Se trataba de Kitty Puening, nacida en Alemania, aristócrata por parte de madre –su tío era el rey de los belgas–, botánica y micóloga, y viuda de Joe Dallet, comunista y miembro de la Brigada Lincoln muerto en combate durante la Guerra Civil española. El expediente de Edgard Hoover, director del FBI, seguía engordando, al igual que el propio Hoover. El caso es que en aquel miniclima de fraternidades izquierdistas, diletantismo universitario y hippismo antes de tiempo andaba al acecho el servicio secreto soviético que no podía dejar pasar la oportunidad de reclutar o al menos obtener información de aquellas luminarias científicas, destacadamente Robert Oppenheimer, su hermano Frank, Thomas Addis, y Haakon Chevalier, este último causa de las desgracias de Oppie. Chevalier –quien contestó al FBI con ingenuidad retorcida: “Éramos o no miembros del partido, según se mire”– le comentó a Oppie que otro científico llamado Eltenton había sido contactado por Peter Ivanov, agente soviético con estatus diplomático, para que le transmitiera información científica con el fin de ayudarlos en la guerra. Es preciso aclarar que en ese momento los estadounidenses no eran aún aliados de los soviéticos.

Este es el origen de las sospechas sobre Oppenheimer, pues el FBI grabó esas conversaciones mediante micrófonos ocultos, instalados sin autorización judicial, en casa de Chevalier y de Eltenton.

Con la entrada de los Estados Unidos en la guerra la alianza estadounidense-británica-soviética quedó claramente definida pero las suspicacias se mantenían, incluso crecían. Y hete ahí que Oppenheimer fue designado para dirigir el proyecto Manhattan, es decir, la fabricación de la primera bomba atómica. 4.000 civiles, en su mayoría científicos, y 2.000 militares acabaron conviviendo en Álamo Gordo, una pequeña ciudad secreta levantada con esa finalidad en el desierto de Nuevo México, próxima a la sierra Sangre de Cristo por donde galopaba Oppenheimer durante sus vacaciones quince años atrás. Fueron dos años y medio de trabajo intenso coronado por el éxito. A toda prisa y con el constante temor de que los alemanes bajo la dirección de Werner Heisenberg, uno de los referentes científicos de Oppenheimer durante su estadía en Alemania, se adelantaran con su propia bomba, “el artefacto”, como lo llamaban los implicados, fue finalmente explosionado en la mañana del 16 de julio de 1945 en un páramo al que los colonizadores españoles llamaron Jornada del Muerto, a cien kilómetros al noroeste de Álamo Gordo. Al lugar de la prueba, Oppie había llamado en clave Trinity, en referencia a un poema de John Donne, “Golpea mi corazón, Dios trino”. Siempre culto, Oppenheimer recordó en ese momento un verso del Bhagavad Guitá: “Ahora he devenido en muerte, el destructor de los mundos”.

Su tumba profesional y social

Con la guerra cambió el carácter de la física, puesta al servicio de la destrucción masiva, pues no fue otra cosa lo que aconteció tres semanas después en Hiroshima y otros tres días después en Nagasaki. Los Prometeos modernos habían vuelto a saquear el monte Olimpo y puesto en manos del hombre los rayos de Zeus. Oppenheimer, el Prometeo americano, pasó de ser una eminencia científica a una celebridad mundial. Reconocido, agasajado y vitoreado donde quiera que fuese, incurrió en el grave pecado de la soberbia y en el maltrato continuo a sus colegas científicos y menosprecio no menos continuo a militares y políticos influyentes. Cavó su tumba profesional y social con sus propias manos. No hay nada en el mundo más memorioso que un archivo policial paciente. Y el FBI no carecía de paciencia ni de sentido de oportunidad política. Al socaire de la caza de brujas iniciada por el senador McCarthy –busca que rebusca comunistas– y del comienzo de la Guerra Fría con la URSS, la oposición de Oppenheimer al despliegue de la bomba termonuclear (Bomba H) miles de veces más destructiva que la atómica, fue la gran ocasión para abrirle una investigación inquisitorial. Pocas veces ha sido más adecuada esta manoseada expresión. Científicos zaheridos por Oppenheimer ajustaron cuentas teniendo un papel relevante como informadores y testigos de la acusación. El fiscal jugaba con la carta en la manga del conocimiento de las escuchas ilegales del FBI desde los años treinta en California, pero no podía utilizarlas de manera abierta por ser ilegales. Los jueces también conocían ese dossier, pero no lo pusieron en manos del abogado de Oppenheimer quien, en una pésima defensa, se limitó a protestar sin solicitar la anulación de esas pruebas. En el interrogatorio cruzado del fiscal, Oppenheimer casi se desmoronó, aunque es muy posible que fuera una consecuencia del estrés al que estaba sometido. Absolutamente desconcertado, acorralado por el fiscal, incurrió en graves contradicciones, renegando lo que había asumido mientras era chequeado para ser designado como director del proyecto Manhattan, y en las sucesivas declaraciones de control que prestó después una vez iniciada la fabricación de la bomba. En resumen: que había negado, admitido y vuelto a negar que sufrió una aproximación de los servicios de espionaje soviéticos a través de Chevalier y Eltelton. Acabó contradiciéndose y, aún peor, facilitando o confirmando identidades de sospechosos filocomunistas. Tras meses de investigación y veintiséis sesiones a puerta cerrada, Oppie fue condenado a la denegación de acceso a la certificación Q, es decir, a las investigaciones atómicas de alto secreto, con el consiguiente rechazo de gran parte de la comunidad científica y el escarnio de gran parte de la opinión pública, que le tachó de mentiroso. Nunca fue llevado ante un tribunal penal ordinario pues sus acusadores, y sobre todo el FBI, sabían que las “pruebas” habían sido obtenidas ilegalmente y que un eventual juicio acabaría en absolución.

Relegado, se dedicó a organizar seminarios en el Instituto para el Estudio Avanzado (de altos estudios científico-humanísticos) en Princeton, donde tenía como vecino a Albert Einstein, que siempre le apoyó por más que le alertara de los peligros de enfrentarse a pecho descubierto al “complejo militar- industrial”, tremendamente cabreado con Oppie por sus pronunciamientos contra la bomba H, los bombardeos aéreos estratégicos con bombas atómicas y en general las armas de destrucción masiva.

Ocho años más tarde, Oppenheimer fue simbólicamente rehabilitado por el presidente Kennedy, que no pudo entregarle el premio Enrico Fermi acreditativo de su valía científica pues fue asesinado diez días antes del acto, correspondiendo hacerlo a su sustituto, Lyndon Johnson.

Oppie, fumador de cuatro cajetillas diarias y posteriormente de tabaco en pipa, murió de cáncer de laringe, lengua y paladar el 18 de febrero de 1967. Tenía 62 años. 40 años antes, mientras hacía senderismo por Córcega, había aprendido al leer a Proust que “la indiferencia ante el sufrimiento que uno causa es una forma de crueldad terrible y permanente”. Oppenheimer era muy consciente del sufrimiento que había causado a muchos otros en su vida, pero no sucumbía ante su culpa. Aceptaba su responsabilidad, pues no hay poder sin responsabilidad, aseguraba. Él, que había detentado el poder más mortífero, nunca se sintió culpable. ¿O quizás sí y fue insincero una vez más?