Sería exagerar si dijera que lo mío con Pablo Iglesias fue pasar del amor al odio. No pasé del amor al odio porque nunca hubo amor, aunque sí sintonía con muchas de las cosas que defendía. Algo que no me pasaba con ningún líder político estatal desde los tiempos de Julio Anguita. Además, visto desde aquí, sin Iglesias nunca habría existido Podemos y sin el concurso de Podemos nunca habría podido descabalgarse al viejo régimen de la entente UPN-PSN en las elecciones de 2015 que hicieron presidenta de Nafarroa a Uxue Barkos. Luego, las buenas vibraciones que al principio me transmitía el profesor de la Complutense se fueron enfriando, sobre todo a partir de su entrada en el gobierno de Sánchez como vicepresidente segundo y ministro de Asuntos Sociales. No sabría decir en qué momento se convirtió a mis ojos en un personaje antipático y un político tóxico. No lloré mucho por él cuando salió del ejecutivo, ni tampoco cuando se pegó el galletazo en las elecciones madrileñas de 2021 que provocaron su abandono de la primera línea política. No es casualidad que con su pareja, Irene Montero, me haya pasado tres cuartos de lo mismo. Mi inicial empatía hacia la joven diputada acosada desde el minuto uno por la jauría fachosa y machista en la jungla política madrileña ha devenido en una sensación de hastío para con el dogmatismo, la soberbia y la falta de flexibilidad exhibidos de ministra. A mí tampoco me ha sorprendido el veto que han impuesto desde Sumar a su presencia en las listas para las elecciones generales del mes que viene. Ahora, escrito todo esto, me surge la duda de si, como en el caso de su marido, no ha funcionado a la perfección, al menos conmigo, la operación mediática de un lobby siniestro, empeñado en desacreditar política y personalmente, hasta hundirla, a esta pareja que parecía que se iba a comer el mundo.