No hay mucho que discutir. En todo caso, estando como estamos ya en plena campaña, cualquier razón esgrimida con ánimo constructivo quedará eclipsada u oculta tras los exabruptos, las añagazas y los señuelos usados por los líderes y los partidos políticos para cazar los votos que deambulan aún por las mentes de los electores y por los espacios indefinidos de la política diaria.

Dado que las formas resultan mucho más eficaces y fructíferas que el fondo en el debate electoral cuando se trata de pugnar por los apoyos electorales, bueno será que nos paremos a pensar y a reflexionar, siquiera un momento, sobre lo que se pone en la palestra para conducir, o reconducir, el debate partidista hacia los lugares en que se discute sin el suficiente rigor, porque allí se emplean criterios parciales y personales, mucho más que serios y rigurosos.

Desde hace algún tiempo el rigor del debate público ha ido perdiendo consistencia porque el objetivo a alcanzar tras dicho debate ha sido meramente ostentar los lugares de predominio para, desde ellos, usar el poder en algún provecho. Todos aspiramos a lo mismo –la conquista del poder–, pero no todos usan los mismos medios, de modo que los medios usados y los fines perseguidos son los que definen y ennoblecen, o no, los ardides y las ideologías que cada cual emplea. Las formaciones políticas terminan por convertirse en meros agentes comerciales de las ideologías, pero siempre que es necesario convierten las ideas (ideologías) en meros eslóganes. Y ahí sí hay que hacer hincapié en que a las fuerzas de izquierdas les conducen más las ideologías sociales, mientras a las derechas les conducen los intereses, que siempre culminan en aspectos económicos y materiales.

Pero la política influye en nuestros modos de comportamiento tanto como en las circunstancias materiales y económicas que acaban por influir en nuestras vidas. Las estrategias que, unos y otros, utilizan para reconducir la voluntad de los ciudadanos, tienen que ver con la dignidad de quienes las manipulan. Es curioso que la política del día a día esté tan desacreditada a pesar de que su significado –según el Diccionario Oficial– sea tan noble y preciso. Se trata del “arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados”. Aparte de esta definición principal se recogen otras acepciones de menor consistencia que tienen que ver con el “arte o traza con que se conduce un asunto o se emplean los medios para alcanzar un fin determinado”. (He recogido la acepción que me parece más y mejor ajustada al auténtico valor e interés de la política).

Tras estas disquisiciones estará muy bien que nos traslademos al tiempo y lugar en que ahora mismo nos desenvolvemos, en vísperas a unas Elecciones que se celebrarán dentro de quince días. Y, sobre todo, sumidos como estamos en el debate político, electoral y electoralista, que considera mucho más útil arrancar votos de la voluntad de los ciudadanos que construir un proyecto capaz de mejorar la vida y los comportamientos de todos los ciudadanos. En pleno descrédito de las ideologías clásicas resultan más beneficiosos para los líderes los meros resultados que las consecuencias. La lucha por ostentar el poder parece estar supeditando el rigor de la acción del Gobierno al mero hecho de mandar, y esa obsesión a veces no obedece a ningún empeño por construir un mundo mejor como hábitat para una sociedad más justa, integral e integradora.

Vivimos un tiempo nuevo, y diferente, en el que las ideologías no garantizan la culminación de grandes transformaciones. A los líderes políticos les asiste más ostentar gobiernos que impulsar cambios estructurales y sociales. Sí, es cierto que para culminar un cambio social es imprescindible ocupar el sillón principal desde el que se toman las decisiones, pero el hecho de que llegar al poder sea más halagüeño incluso que ejercerlo con honradez y responsabilidad lleva, en muchas ocasiones, a un modo de desidia que produce pereza y convierte a quienes gobiernan en meras figuras que prefieren mandar a gobernar.

La actual campaña (que ahora comienza) está poniendo ante los ciudadanos un panorama excesivamente complicado. Tanto que ni siquiera los líderes de los partidos, además de candidatos y componentes aventajados en las listas electorales, son capaces de explicar con pocas palabras, y sencillas, lo que prometen. Yo propongo un sencillo ejercicio: tomen todas las propuestas adelantadas por los líderes y pónganlas en fila, cuantifíquenlas, valórenlas y hagan la suma pertinente. Por otro lado, vayan haciendo un listado con las circunstancias y datos que deben concurrir y coincidir para participar de los beneficios que las propuestas suponen… Y bien, no tengan ninguna duda de que seguro que creen estar en el Paraíso Terrenal, eso sí, antes de que tuviera lugar y efecto el Pecado Original.

Dado que compongo este texto pocas horas antes de iniciarse la campaña electoral, a sabiendas de que no cabe campañas meticulosas para propiciar voto alguno, sólo me cabe remitir a un dicho, ya viejo, que un gran locutor deportivo de la radio usaba tras sus crónicas sobre el Athletic pocas horas antes de que comenzaran los partidos: “Que Dios reparta suerte”... Y lo digo a sabiendas de que Dios no reparte la suerte... Incluso, nunca vota.