Ninguno de los dos grandes partidos se va a poder atribuir una victoria electoral el próximo 28 de mayo. Siendo elecciones municipales, en doce comunidades autónomas, dos ciudades autónomas, tres diputaciones forales del País Vasco, siete cabildos de Canarias y cuatro consejos insulares en Baleares, el mosaico es de tal complejidad que todos tendrán la oportunidad de mostrar la parte del mapa que más les favorezca. Tampoco será posible crear una contabilidad global de los votos netos tal que se hace en unas elecciones generales, porque en las territoriales aparecen candidaturas que no se alinean con la ortodoxia. Y, para terminar, es sabido que la influencia de los perfiles de los candidatos, verbigracia los alcaldes en ejercicio, será una parte determinante del voto, por lo que tampoco surgirá un momento predictor infalible sobre lo que pueda pasar a final de año. Es muy atosigante el tema de las encuestas. Se publican muchas con la misma metodología que usaría un quinielista, sin trabajo de campo alguno, con la indisimulada intención de cosechar clics. Siempre pienso lo mismo: es la osadía de hacer una profecía sobre cómo es un fenómeno que no se está produciendo, saber el voto cuando la gente no está en la tesitura de votar. A un geólogo lo mandan a la cumbre de un volcán apagado y le piden que mida la temperatura de la lava. Y dice que no, que no la puede medir porque no hay tal lava. Pero el que se lo ordena le impone que se las componga como quiera, pero que le diga los grados a los que fluye el magma. Y ahí es donde surge la paradoja científica: emular un acontecimiento empírico; y la inefable cocina: el modelo de predicción que alberga pretensiones de acierto. Que luego el augurio se ajuste a la realidad es básicamente un proceso estocástico, y por eso los vaticinios se hacen considerando fundamentalmente qué es lo que parece más probable que ocurra. Pero en medio del trampantojo hay un fenómeno que está plenamente acreditado por la realidad de los hechos. El elector acelera los procesos que se le presentan como lógicos. Pasó en Andalucía, cuando las previas decían que Juanma Moreno sacaba mayoría suficiente, y fue absoluta. O en Castilla y León, cuando se veía la dilución de Mañueco, y al final quedó claramente a merced de Vox. Hay mucha sabiduría en lo que hace el votante: primero, no dejarse engañar por pronósticos que son, muchos de ellos, auténticas noticias falsas puestas en circulación no para aventurar qué pueda pasar, sino para que lo que pase se adapte a lo aventurado. Y, segundo, reivindicar su papel y desmentir auspicios a base de reforzar posiciones. El partido que parezca que cae en las encuestas, caerá más. Y el que parezca que sube, subirá más. Resultado: sorpresas seguras la noche electoral.

Hasta llegar al momento del conteo nos queda por pasar lo peor. Esencialmente, tener que escuchar ocurrencias y banalidades una tras otra. También en política se ha instalado la llamada economía atencional, un concepto que describe la lucha por captar la curiosidad de las personas en un mundo donde la información y las distracciones son abundantes. Se basa en la idea de que la atención humana es un recurso limitado y valioso que las empresas compiten por prender y retener. En política, deviene en la elaboración de mensajes simplificados, titulares llamativos y declaraciones controvertidas. Lo que termina produciendo una comunicación política banal y polarizante, que no aborda a fondo las cuestiones importantes y complejas que enfrenta la sociedad. La competencia por la atención en los medios de comunicación y las redes sociales altera el ciclo de las noticias y exalta la política del espectáculo. Hay que crear momentos virales y eventos mediáticos, aunque sean episodios con escaso contenido sustancial o relevancia a largo plazo. Una peste que ha llegado incluso a unos comicios territoriales en los que se supone que hay que valorar lo tangible, lo factible y lo que cabalmente pueda constituir un compromiso. En medio de esta barahúnda, elegir se hace cada vez más difícil y menos sutil, lo que lleva al elector a optar por el impulso, la afinidad preconfigurada, el momento epidérmico. De manera que tampoco será muy factible pedir cuentas más adelante, porque todo se edifica efímero y se acepta la presencia de una buena dosis de mentira y engaño. Yo tengo una solución para todos esto: que el acto de las elecciones surja por sorpresa, que una inteligencia artificial nos despierte una mañana al azar diciéndonos que es el día en el que hay que votar desde nuestro móvil. Los comicios perfectos.