Ana Obregón vuelve a ser noticia, aunque esta vez no se debe a su tradicional posado veraniego sino a la decisión de acudir a la gestación subrogada para tener descendencia. Inevitablemente, esto ha puesto sobre la mesa un asunto que el conjunto de formaciones políticas del Estado están tardando demasiado tiempo en abordar. Es significativo, a la vez que preocupante, que el debate social y político de un país lo marquen las figuras del mundo del corazón, y sin entrar a valorar en profundidad el fondo del asunto, ya que con dos mil caracteres no tendría ni para centrar el tiro, esta polémica, y especialmente las reacciones a su decisión, me han hecho reflexionar. Antes de nada, debo decir que no sé qué es lo que haría yo en su lugar, principalmente por algo tan simple como que no estoy en su lugar. Lo que me preocupa es el estado de hiperventilación y la necesidad de juzgar tajantemente las conductas ajenas desde la atalaya moral de cada uno. Se puede no compartir, no estar de acuerdo e, incluso, rechazar frontalmente esta práctica o cualquier otra; pero para ello no es necesario acudir a términos peyorativos. No hace falta ridiculizar ni caricaturizar a nadie. Porque se puede manifestar la opinión con respecto a una acción sin descalificar a quienes la llevan a cabo. Porque se puede estar en contra de la gestación subrogada o de la prostitución (e incluso tener razón) sin necesidad de decir que se compran niños o se violan mujeres. Al igual que se puede estar a favor de subir o bajar los impuestos sin necesidad de decir que unos quieren robar al contribuyente o que los otros son unos insolidarios. Porque todo este tipo de análisis los hacemos desde nuestra propia moralidad, y no está mal, pero a veces obviamos que quien no piensa, o actúa, como nosotros no tiene por qué ser mala persona, ni estar equivocado, sino simplemente tener una concepción de justicia diferente a la nuestra. Y diría que eso, en una sociedad plural, tampoco está tan mal.