Creo firmemente que el término empatía es el menos aplicado en la práctica desde hace bastante tiempo. Te muevas por donde te muevas, eso de la empatía es un concepto bonito de cuento de hadas, pero no es nada que tenga remotamente que ver con la realidad hoy en día.

Vivimos en un mundo en el que o bien tienes éxito, o directamente no eres nadie. Y pobres quienes estén cerca de alguna persona agraciada por eso que llamamos éxito, porque lo habitual es que ese éxito genere frustración por no haber tenido éxito nosotros, y no alegría. Y es que en este tiempo en el que nos ha tocado estar, vivimos en blanco y negro. La cultura de la competitividad nos ha habituado a la bifurcación entre éxito y fracaso. O vas por una vía o por otra. Sin términos medios.

Eso nos hace navegar por un océano en el que acecha la competitividad y la autoexigencia, lo que incide negativamente en nuestras emociones. Y ya se sabe lo que pasa con las emociones. Distorsionan la realidad. Crean fobias. También frustración y fracaso, como si esas sensaciones no fueran no sólo lo más normal del mundo, sino parte de nuestra adaptabilidad al medio que nos rodea. El sabor agrio del fracaso nos previene contra repetir deslices y mejora de forma natural nuestra posibilidad de supervivencia en el entorno. Desde siempre. Viene de serie. Contribuye a que aprendamos a perseverar a pesar de que fracasemos. Es parte del mecanismo del acierto.

Esa hipercompetitividad nos vuelve agresivos. Y recordemos que la palabra también puede ser un arma de agresión muy eficaz, que puede destrozarte incluso más eficazmente que cualquier arma de fuego.

La empatía es un espacio que rompe esa dinámica de hipercompetitividad. Nos hace ver al otro como un compañero en la dificultad en vez de verle como un competidor o como una amenaza. Esa es la forma de romper la dinámica que nos quieren imponer, la de ser competidores, agresivos y descerebrados. Dinámica que nos lleva, por cierto, al desastre.

@Krakenberger