Cada día, al atardecer, en su vivienda perfumada por los naranjos que habitan en su patio, el doctor Ibrahim se sienta ante su viejo piano de marca checa traído de Beirut, y ya con los ojos cerrados sus dedos recuerdan viejas melodías palestinas, sirias y libanesas. Nunca falta a la cita, incluso en aquellos días aciagos en que puede ver a los tanques israelíes desde la ventana, listos para disparar. Precisamente, en esos días de espanto, el doctor Ibrahim alarga su concierto haciendo del mismo un modo de resistencia al invasor. Su mujer se llama Sarifa y es como él, sexagenaria. Siempre atenta, sirve el té muy cargado de menta a su pianista de toda la vida, mientras escucha cada tarde esa música que le hace olvidar momentáneamente la tragedia.

El doctor Ibrahim ha hecho de su piano un arma de lucha. Sus vecinos le escuchan cada tarde como nosotros hace años escuchábamos al anochecer Radio París o la BBC en un ritual de resistencia. Cuando la calma de la calle lo permite abre las ventanas de par en par para que las melodías alegren los oídos y las regiones de sus almas adoloridas. Cuando los tanques invaden la calle, las ventanas se cierran a cal y canto, y la gente recuerda mentalmente la música porque necesita vivir.

Hace unos días recordé al doctor Ibrahim durante la proyección de la película El Pianista de Polanski. Confieso que no pude evitar hacer un ejercicio de comparaciones. Imaginé el gheto de Varsovia como un lugar de Gaza o Cisjordania poblado por palestinos y vi en los verdugos alemanes a los actuales soldados israelíes. Hermané por mi cuenta a los dos pianistas y vi en ambos esa combinación de angustia, miedo, deseo de vivir y esperanza.

En la película podemos ver a pelotones hitlerianos irrumpiendo sin piedad en las casas de los judíos, destruyéndolo todo. Hoy, en los territorios ocupados, la soldadesca israelí derriba las puertas de las casas, detiene a sus ocupantes y enseguida demole las viviendas con escavadoras o disparos de tanques. En el gheto de Varsovia los alemanes marcaban las casas de los judíos, destruían sus comercios y quemaban sus bienes. Es lo mismo que ocurre en Tulkarem, Hebrón, Nablus, Jenin, Gaza, en Ramallah. Polanski reconstruye los hechos y en ellos vemos a miles de judíos obligados a refugiarse en un pequeño territorio de Varsovia, rodeados de alambradas y de muros, en una gran prisión al aire libre. Exactamente así es hoy en día la situación de millones de palestinos en Cisjordania y Gaza: cerradas sus poblaciones no pueden moverse y para más escarnio deben soportar incursiones sistemáticas de columnas de tanques que lo destruyen todo. Lo he escrito en otras ocasiones: el gobierno de Israel utiliza métodos nazis, terrible paradoja siendo él mismo parte de un pueblo víctima. Viajar por Cisjordania con los ojos bien abiertos, sin prejuicios ni ideas preconcebidas, es suficiente para detectar la villanía de los sionistas en el poder. Recuerdo a lo simpatizantes del sionismo que la grandeza se mide por la cantidad de verdad que se sea capaz de soportar.

El pianista de Varsovia no puede entender la persecución que sufre por el hecho de ser judío. El pianista de Ramallah no puede entender la ocupación que sufre su pueblo al que, además, se le condena por ejercer su derecho a la defensa. Realmente esto último no es asunto que tenga que ver con el entendimiento, con la razón, sino con la fuerza. Quien tiene la fuerza determina las reglas del juego y administra la doctrina. El sionismo tiene armas nucleares, aviones último modelo, infinidad de tanques y decenas de miles de colonos, muchos de los cuales pasan por ser judíos a conveniencia del Estado israelí. Con semejante fuerza se permite el lujo de imponer una primera condición al pueblo ocupado: “Dejen de utilizar las armas y poco a poco dejaremos de atacarles”. Es verdad que la primera preocupación de Israel es la seguridad y el primer peligro los atentados suicidas. Pero si estos acaban, la condición sionista seguirá vigente pues tampoco consiente la resistencia del ocupado en los propios territorios que sus tropas ocupan. ¿Prepotencia? ¿O quizás una estratagema para no abandonar jamás Samaría y Judea, ya que no es posible esperar que las armas palestinas callen por completo cuando se trata de defender sus tierras y ciudades? Esta condición israelí ha contaminado a las famosas Hojas de Ruta. Un plan que, significativamente, para que pueda avanzar pone en suspensión las resoluciones de las Naciones Unidas siempre incumplidas por Israel.

La película de Polanski me emocionó, me impactó, me hizo tomar conciencia una vez más de un episodio de la historia europea que jamás debería repetirse. El Holocausto nazi no sólo fue escalofriante por el enorme número de víctimas que generó, sino porque además supuso la representación de una política sistemática de exterminio, sostenida en la creencia de la superioridad espiritual y racial del pueblo ario. El caso es que es igualmente tremendo que los sionistas se comporten como rentistas del Holocausto –tomando las palabras del escritor Saramago–, para reproducir con sus víctimas palestinas valores y métodos repugnantes. Como los arios se creen elegidos por Dios. Como los arios están convencidos de que la espada y la sangre es el método aprobado por su Dios para exterminar al contrario. Los sionistas ejercen la tentación de la inocencia, es decir la impunidad permanente, mediante el recurso a las persecuciones sufridas. Su Dios es un Dios cruel, violento, impositivo, excluyente, inhumano. Arios y sionistas no son sino la expresión del fracaso del género humano.

No sé como hubiera actuado hoy el pianista de la película de Polanski. Pero me hubiera gustado que él no fuera sionista, que fuera un judío –como hay muchos– humanista y solidario, dispuesto a tocar a cuatro manos con el doctor Ibrahim, los dos sentados frente al viejo piano de Ramallah, compartiendo la tierra y la vida. Los imagino y quiero ver en esa escena la hermosa fotografía del futuro.

Autor de ‘El perfume de Palestina’