Es otoño en Dole, la puerta del Jura francés, en la región de la Borgoña-Franco Condado, de la que fue capital hasta 1676. Construida sobre una fortaleza en el siglo XII, tenía su Parlamento y Universidad hasta su integración definitiva a la Corona de Francia, con Luis XIV. La estación de ferrocarril queda algo alejada del centro de esta ciudad de no más de 28.000 habitantes, agradable y muy francesa, pequeña ciudad de provincias, ciudad de piedra y agua entre llanuras y viñedos, bien descrita por el escritor Marcel Aymé. Orgullosa de su pasado, en un original fresco-mural sobre la pared de un edificio trompe-l’oeil, premio Pinceau d’argent 2017, representa a las personalidades más destacadas allí nacidas, y en primer término, el más singular, Louis Pasteur (1822-1895), cuyo bicentenario del nacimiento se conmemora el próximo 27 de diciembre de 2022.

La imponente Colegial Notre Dame es símbolo de Dole y sobresale con los 70 metros de su torre campanario. En su interior se conserva la pila bautismal en donde fue bautizado Pasteur, quien a lo largo de su vida mostró, discretamente, su vínculo al catolicismo, con sus dudas y certezas, equilibrio entre ciencia y fe.

Descendiendo desde la Colegial se llega a la rue Pasteur, antes rue de Tanneurs, y en su número 43 se conserva el edificio en donde nació Pasteur. Era el lugar de trabajo de su padre, curtidor de pieles, frente al canal en donde se lavaban y preparaban. Convertida en museo, miles de visitantes acuden a esta casa modesta con salas en las que se muestran objetos de la vida y obra del sabio.

Si bien Pasteur vivió apenas cinco años en Dole, la ciudad no ha querido ceder protagonismo a la vecina Arbois, en donde está la morada familiar, en la que realmente pasó parte de su vida.

En este bicentenario “todo huele a Pasteur” en Dole, desde carteles, postales, objetos, bustos y filatelia, además de las recientes novedades editoriales que estudian al científico desde todos los ángulos posibles y se exponen en esas librerías francesas independientes, repletas de libros que invitan a su lectura e incitan a su compra. Hasta el Museo de Bellas Artes, y para la ocasión, expone, bajo el rótulo Prendre soin, una cuidada colección que une arte y medicina, el cuidado y la enfermedad, desde el pasado hasta la convulsa situación actual del covid-19.

Desde su pedestal, en el parque Cours Saint Mauris, en la magnífica estatua de bronce de 1902, Pasteur, omnipresente en Dole, observa el legado de su obra, que reúne en su persona al físico-cristalógrafo, químico, bioquímico, bacteriólogo y biólogo. Santo laico, bienhechor de la humanidad, sabio, patriota, adusto, reconcentrado, con sus luces y sombras, su obra tuvo dos pilares: tenacidad y rigor, desde la cristalografía (quiralidad), a las fermentaciones, rechazo de la generación espontánea, de las epidemias animales a la teoría microbiana y las vacunas. Me centraré en estos dos últimos apartados por lo que supuso de cambio de paradigma en la medicina, la teoría etiopatogénica de la enfermedad, el rol patógeno de los microbios, término que ideó el cirujano Sédillot en 1878.

Vivimos rodeados de microorganimos causantes de enfermedad. Pasteur, consciente de ello, se lavaba con frecuencia las manos y evitaba el contacto. Al no ser médico, encontró serias dificultades entre la clase médica para que aceptasen sus postulados. Son célebres las discusiones que mantenía en la Academia de Medicina de París con Guèrin, que le reta a duelo, o las invectivas del Dr. Peter, que tilda a Pasteur de déspota engañador y ruina para la sociedad. A otra escala, recuerda los desprecios que sufrió el húngaro Dr. Semmelweis en Viena por mantener la causa infecciosa de la fiebre puerperal y preconizar el lavado de manos previa exploración a las parturientas. Céline le dedicó su tesis a este héroe-mártir de la ciencia, aplastado por el dogmatismo médico.

Sin embargo, fue el célebre cirujano inglés Lister quien rindió homenaje a Pasteur leyendo su obra y aplicando en cirugía la antisepsia con tan buenos resultados. Un famoso cuadro lo representa abrazando al sabio, ya enfermo y apoyado en el brazo del presidente de Francia, Carnot, en la Sorbona en 1892. A pesar de tanta evidencia, Armand Després, jefe de Cirugía en París, se reía de la asepsia y de la antisepsia y escribía sobre las bondades del “pus francés”.

La vacunación es la coronación de la obra de Pasteur y su gran legado. Algo empírico lo alzó al pedestal del éxito en la medicina. Con todas sus controversias, entonces como ahora. Nadie puede dudar de la eficacia de la BCG (1921), antidiftérica (1923), antitetánica y tosferina (1926); fiebre amarilla (1936); en los años 1960 contra la poliomielitis, rubeola y paperas; más tarde, hepatitis B (1981) y hepatitis A (1995), papilomavirus (2006), gripe H1N1 (2009) y covid-19 (2020).

Es Pasteur, junto a Koch y Fleming, uno de los científicos que más estatuas tienen en el mundo. Se han contabilizado unas 40. Solo fuera de Francia las hay en Bangui, Bogotá, Buenos Aires, Chicago, Coondoor (India), Copenhague, México, Montreal, Novi Sad (Serbia), Río de Janeiro, Saigón y San Petersburgo. El legado de Pasteur sigue vivo desde el Instituto que fundara en París en 1888 y una red de 33 establecimientos en diferentes países. l

Profesor titular numerario de Historia de la Medicina en la UPV/EHU