Esta semana nos ha tocado en clase estudiar un famoso fragmento de La Guerra del Peloponeso de Tucídides. El conocido como diálogo de los melios recrea la negociación entre los delegados atenienses y los representantes de la isla de Melos. Este diálogo suele emplearse en las introducciones a los cursos de Relaciones Internacionales, puesto que permite contrastar los enfoques realista e idealista.

Creo que los alumnos experimentaron esa sensación de que Tucídides no es un tipo muerto que nos habla de mundos ya pasados y de historias que solo a los eruditos pueden interesar, sino que se dirige a cada uno de nosotros directamente y nos explica no solo lo que él vivió, sino que nos ayuda a comprender nuestro mundo y a entendernos a nosotros mismos. Por eso los clásicos importan.

La liga de Delos, liderada por Atenas, se enfrentaba a la liga liderada por Esparta. La isla de Melos deseaba guardar su neutralidad, pero eso crearía un mal precedente para el resto de islas y colonias marítimas si se comprobaba que la vida en paz sin la tutela ateniense resultaba posible y hasta ventajosa. Melos había sido fundada como colonia de los espartanos, por lo que los atenienses sospechaban de esa neutralidad. Los melios debían ser por lo tanto sometidos.

Los melios presentan su dilema. Si defendemos nuestro derecho a mantenernos neutrales (derecho a decidir nuestra política exterior, diríamos hoy), tendremos guerra. Si renunciamos a ese derecho, tendremos esclavitud (o perderemos nuestra independencia y soberanía, en términos actuales).

Los atenienses renunciaron a explicar “con hermosas palabras que ejercemos el imperio justamente, pero tampoco esperamos de vosotros que creáis que vais a convencernos diciendo que, a pesar de ser colonos de los lacedemonios, no os habéis aliado a su lado”. En todo caso, y aquí la frase que es conocida como la quintaesencia del pensamiento realista, “en las cuestiones humanas, las razones del derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan”. Nos conviene a todos, replican los melios, que las consideraciones de justicia tengan su lugar en el ámbito de lo político puesto que mañana podría ser Atenas la que se encuentre débil.

Los embajadores atenienses, seguros de su poder presente y futuro, reiteran su objetivo: “Queremos dominaros sin problemas; (así) vosotros, en lugar de sufrir los males más terribles, seríais súbditos nuestros y nosotros, al no destruiros, saldríamos ganando”. Los atenienses prefieren ser temidos que amados: “Vuestra enemistad no nos perjudica tanto como vuestra amistad, que para los pueblos que están bajo nuestro dominio sería una prueba manifiesta de debilidad, mientras que vuestro odio se interpretaría como una prueba de nuestra fuerza”.

Los melios creen que sería “una gran vileza y cobardía no recurrir a cualquier medio antes que soportar la esclavitud”, mientras que los atenienses les replican que no hay deshonor en rendirse ante el que tiene más poder y de todas formas te va a vencer. Los melios confían sin embargo en que tener la razón les dé alguna ventaja e incluso puedan despertar la simpatía de otros que se les aliaran. Los atenienses desprecian esos argumentos idealistas, puesto que “la garantía de seguridad para quienes han de combatir en auxilio de otros no reside en los sentimientos de amistad de quienes solicitan la ayuda, sino en si el aliado se destaca en gran manera por la potencia de sus efectivos”.

Los atenienses finalmente ofrecen la disyuntiva de someterse o ser destruidos y los melios deciden “no privar de su libertad a una ciudad que está habitada desde hace 700 años e intentaremos salvarla”.

Los atenienses arrasan la isla, matan a los hombres en edad militar y esclavizan a mujeres y niños. Pero la guerra termina con la derrota ateniense y su necesidad de derecho, justicia y clemencia. Como ven, hoy no les quería hablar de Ucrania. O tal vez sí.