Determinadas palabras tienen un significado que muchas veces va más allá de lo estrictamente lingüístico. Palabras que ocupan un espacio mucho mayor del que les otorga el propio diccionario. De todas, hay una que me llama especialmente la atención: el término “normal”. Es una de esas palabras a las que he decidido llamar “comodín” de aquí en adelante. La utilizamos cuando no tenemos otra que se ajuste mejor a lo que queremos decir o, directamente, cuando no acertamos a encontrarla. Posiblemente sea en el Bar Mallory donde más la utilizo. Cuando pido el café y me preguntan si quiero la leche fría, desnatada o sin lactosa; me limito a responder con un “normal”. Cuando pido un pintxo de tortilla y Jorge quiere saber si es de jamón y queso, de chorizo o vegetal, despejo sus dudas con un rápido pero eficaz “normal”.

A menudo suelo recordar la reflexión de un compañero que se pregunta qué es normal. Y él mismo se responde diciendo que normal es un programa de su lavadora. Suelo pensar que qué suerte, que la mía tiene entre quince y veinte programas y que mis labores domésticas serían mucho más sencillas si hubiera uno llamado normal. Porque la normalidad está infravalorada, no tengo ninguna duda. Esta es la conclusión a la que llegué la semana pasada cuando vi que el Ejecutivo español celebraba como un éxito que las dos fuerzas integrantes de la coalición alcanzaran un acuerdo para presentar los presupuestos tras haber estado negociando, supuestamente, hasta las seis de la mañana. Horas después, la líder de uno de esos partidos invitaba a la ciudadanía a agitar las calles para meter presión a su socio. Y pensé en Euskadi, donde PNV y PSE gobiernan juntos la mayoría de las instituciones y donde, además de presentarlos, aprueban los presupuestos prácticamente sin ruido y con la naturalidad que caracteriza a dos formaciones diferentes pero que gobiernan con un proyecto común. Porque normal no es un programa de mi lavadora, pero sí el gobierno de mi país.